DONDE LA LUZ BRILLA

DONDE LA LUZ BRILLA

            Caminé durante un buen rato. Había anochecido y estaba muy oscuro. Podía ver unas luces a lo lejos. Era una casa a un lado del camino. Me había prometido muchas veces no transitar al atardecer por terracerías, pero siempre se me olvidaba. Nunca me había pasado nada, gracias a Dios, pero siempre suele haber una primera vez. Mi viejo coche se averió en mitad de la nada y, para colmo de males, el suelo estaba encharcado y resbaladizo. Debía de haber caído un aguacero recientemente. Se escuchaba ladrar a unos perros a lo lejos. Rezaba para que estuvieran atados. Ya no estaba tan ágil como para zafarme corriendo de ellos. Siempre había pensado que debería llevar una buena estaca en el coche, pero aún no había encontrado el momento de echarla.

            Había gente en la casa. Estaban preparando la cena. Olía muy rico y yo ya tenía hambre. Ojala fueran amables y me ofrecieran un plato de comida. No me haría de rogar. Los perros estaban amarrados con gruesas cadenas. Eran tres mastines, un macho, una hembra y su cría. Me recordaron a mi añorado perro, Jaspe. Me acerqué a la casa y aldabeé la puerta. Me extrañó mucho que ya no ladraran. Insistí, pero nadie contestó. Les veía, a través de la ventana, como seguían a lo suyo sin prestarme ninguna atención. No escuchaban ni mis voces ni mis aporreos. Parecía como si no fuera con ellos. Pensé que por miedo, no me hacían caso. Me alejé de la casa y seguí caminando. Debieron de pensar que un hombre solo, a esas horas, no les podía traer nada bueno.

            El frío se atemperaba bajo el cielo estrellado. Pensé que lo mejor sería encontrar un sitio donde guarecerme para pasar la noche y cuando amaneciera ir a buscar ayuda. Cerca avisté una cueva. Recogí unos trozos de madera y unas cuantas hojas secas. Hice una fogata que prendió en seguida. Bebí un poco de agua y mastiqué un trozo de carne seca. Me abroché la chamarra y me acerqué al fuego. Qué más podría pasarme esta noche, solo en medio del campo, sin coche, el móvil sin batería y lo peor sin nada con qué defenderme. Si sobrevivo cuando recuerde esta noche me reiré, pero ahora maldita la gracia que me hace estar aquí sin poder avisar a nadie y en medio de la nada.

            Me daban ganas de volver a la casa, pero temía que me pegaran dos tiros. El verano pasado, un peregrino fue asesinado en esta zona. Salió en los telediarios, aún no han descubierto quién lo mató. En estos lugares, la gente huye de los problemas ni ven ni escuchan y menos comentan. Cada uno vive su vida, cuidando sus cultivos y su ganado. No suelen ser muy parlanchines. Así que lo mejor será permanecer resguardado en la cueva.

            Iba cayendo una espesa neblina. No se veía nada, pero se escuchaban cercanos los aullidos de los animales. Esperaba que la cueva no fuera el refugio de alguno de ellos. Pronto me venció el cansancio, me dormí y comencé a soñar. Era cómo si estuviera viviendo el sueño más que soñándolo. Era como si la verdadera realidad fuera ésta y no la que estaba viviendo. Estaba aturdido. No sabía cuál era verdaderamente mi realidad. La de la cueva donde me había resguardado o la del ático donde ahora estaba desayunando. Todo me resultaba tan real que estaba anonadado. De repente, entró una mujer en la cocina y me dio un beso. Su cara no me era familiar. Aunque, he de confesar, que no sería la primera vez que tras una noche de borrachera había acabado durmiendo con una desconocida. Era guapa. Eso sí, he de reconocerlo. No sé como la pude convencer. Si hubiera sido una piruja ya se habría ido. Le ofrecí un café. No dijo nada, sólo me sonrió y se fue. Escuché como se cerraba la puerta. Me vestí y me fui a trabajar. Al bajar percibí la pícara sonrisa del conserje. Esa que solía poner cuando salía alguna mujer de mi apartamento por la mañana. No le di importancia. Hice como si no fuese conmigo.

            La ciudad estaba como siempre atascada. Cuando me trasladé a vivir a la capital, los primeros años fueron horribles. Vivía muy lejos del despacho. Todos los días me pasaba mucho tiempo en el coche. Era un suplicio. Al final decidí alquilarme un apartamento cerca de la oficina. Algunos compañeros me criticaron porque era muy caro el alquiler, pero para mí era más desgastante el tiempo que desperdiciaba cada día en el coche para desplazarme al trabajo. Había aprendido a fuerza de berrinches a no discutir y sobretodo a no dar explicaciones a quienes no debía dárselas. No me preocupaban las opiniones ajenas, eso sí las respetaba, pero no les prestaba demasiada atención. Mis padres solían racionalizar hasta el más mínimo detalle. Me acostumbraron desde muy pequeño a tener que justificar casi todo. Eso me hizo ser como ahora soy. Un hombre que hace lo que le apetece y que no se mortifica por casi nada. Dicen que sufro de asperjer, pero aún no he ido al médico para que me lo diagnostiquen. Lo más importante para mí, es que mis clientes obtengan excelentes rentabilidades en sus inversiones para que así me recomienden a sus amistades. El resto no me preocupa lo más mínimo.

            Entré en mi despacho y Ana, mi secretaria, ya me había dejado los resúmenes de los mercados. Eché un vistazo a los cierres de las distintas bolsas y a los valores que teníamos en cartera. Me tomé un sorbo de café y comencé a operar. Reconozco que me gusta ser un buen gestor y que mis clientes obtengan muy buenos resultados. No es altruismo, voy a porcentaje y cuánto mayores sean las ganancias, yo más gano.

            Salí a comer y cuando regresé, dos señores me esperaban en el antedespacho. Eran policías. Me enseñaron una foto y me preguntaron si conocía a esa persona. Se parecía tanto a mí que perfectamente podía ser mi gemelo. Les dije que no tenía el gusto y se marcharon. Me sorprendió que existiera alguien tan parecido a mí ¿y si tenía un hermano y mis padres me lo habían ocultado? La duda, poco a poco, se acrecentaba dentro de mí. Pudiera ser que yo hubiera sido adoptado y que mis padres nunca me lo dijeran para no herirme. Suele ocurrir, más a menudo de lo que pensamos. Ellos murieron en un accidente de coche cuando yo tenía doce años. Desde entonces se encargó de mí un tutor. Podía ser que yo no fuera su hijo y que tuviera un hermano que hubiera sido adoptado por otra familia. Tomé la tarjeta que me dejaron y les llamé. Me aconsejaron hacerme unas pruebas de ADN para comprobar si éramos familia o no. Les hice caso y me acerqué a una clínica cercana a la oficina. Los resultados estarían en una semana. Tocaba esperar. Algo en mi interior me decía que tal vez fuera posible que sí tuviera un hermano. No sabía explicarlo, pero algo me provocaba un cosquilleo en el estómago. Lo bueno es que pronto me despejaría de esa duda.

            Entré en un bar, cercano a casa, para tomarme unos tragos. Iba, principalmente, para escuchar a Elisa tocar el piano. Su vida era un ejemplo de superación personal. Estudio piano y fue una afamada concertista, pero un día en mitad de una actuación, se levantó, cerró el piano y salió corriendo. Desapareció durante un tiempo. Se fue a vivir a una casa que tenían sus padres en la sierra. Allí estuvo más de cuatro años alejada del mundo. Cuando recobró su paz interior, regresó a la ciudad y montó este bar para tocar el piano cuando le apeteciera. Me encantaba oírla tocar y cantar. Muchas veces sólo venía para escucharla interpretar sus canciones favoritas de jazz. Su voz hacía revivir a Billy Holliday. Elisa era una blanca con voz de negra.

            Siempre me saluda guiñándome un ojo. Nunca tuvimos nada, no porque no quisiéramos, sino porque jamás se dio. Creo que nos hubiéramos matado. Era lo más parecido a una mantis religiosa. Nunca se volvía a ver a ninguno de sus enamorados. Desaparecían tan rápido como aparecían. Nunca hablamos de nuestros amores. Éramos como dos gotas de agua. Ella se ganaba la vida con un bar y yo con un despacho.

            Elisa se acercó hasta donde yo estaba, me besó en la frente y se marchó. Era de pocas palabras. Al rato me fui a casa y encendí la televisión. Pasaban una película en blanco y negro. Me hice unas palomitas y me puse a verla, pero una escena me recordó que ya la había visto, aunque no recordaba el final. Cuando terminó me acosté y me dormí profundamente.

            Aparecí, sin saber cómo, de nuevo en medio de la cueva. Amanecía y la neblina aún no se levantaba. El fuego se estaba apagando. Aproveché y eché unos trozos de madera. Calenté agua y me hice un café. Decidí esperar a ver si se levantaba la neblina. No se veía ni un carajo. Era peligroso caminar sin poder ver bien donde uno pisaba. Sentí que algo me tocaba la espalda. Al volverme vi que era mi mujer. Pensé que estaba soñando. No podía ser. Ella había fallecido hacia diez años. La pregunté que estaba pasando. No me contestó, sólo me abrazó con fuerza y me besó. No podía ser real lo que estaba viviendo. Me preguntaba cuál era realmente mi realidad, la de ese ático donde hacía un rato me había acostado o la de esta cueva donde ahora estaba. Algo no me cuadraba. No había tomado ninguna sustancia para sufrir este desvarío. Nada de lo que sucedía me parecía normal. Intenté hablar, pero era incapaz de articular alguna palabra. Era como si me hubieran cortado las cuerdas vocales. Ella me miraba y me sonreía. No me encontraba incómodo. Me sentía feliz y sentía una inmensa paz. Era lo que deseaba desde hacía mucho tiempo, pero algo me hacía barruntar que esto no era normal. Al rato vi llegar a mis padres y a mis abuelos rebosantes de buena salud. Mi mujer me agarró del brazo y sonriéndome me susurró:

            – Vámonos a donde la luz brilla y en donde la oscuridad sólo es el reflejo de lo que un día fuimos.

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