DONDE NADA OCURRE

            Se hacía tarde y no había llamado. Era algo extraño en él. Tenía la costumbre de avisarme cuando se iba a retrasar. Algunos días después del trabajo se iba a tomar algo con sus compañeros. Siempre me decía lo mismo, vendré pronto, cuando pueda me escapo. La verdad es que solía tardar cuando se encontraba a gusto. Tenia la costumbre de echar la culpa a alguno de sus compañeros. El nunca quería, pero se le hacía feo decir que no.

            Esta vez algo me decía, por dentro, que no eran exactamente sus compañeros quienes le habían convencido para quedarse más tiempo. Más bien debía de ser la nueva compañera que había llegado a la oficina. Cuando le preguntaba por ella se sonrojaba y en seguida cambiaba de tema de conversación. Se encontraba incómodo hablando conmigo de ella.

            No quería enfadarle, era más mayor que yo. Además yo había dejado de trabajar cuando él me pidió que me fuera a vivir con él. He de confesar que me dio pánico, pero me decidí. Yo tenía más de cuarenta y cinco años. Había tenido varias relaciones largas, pero que no fructificaron. No por mí, más bien por la forma de ser de mis parejas. Ellos querían ser padres y eso era una cosa que yo no necesitaba, ni quería. Había visto lo que sufrió mi madre con mi hermano que nació con un síndrome que no le permitía valerse por sí mismo. Mi madre se pasó toda la vida cuidándole, día y noche. No había domingos, ni fiestas de guardar. Era estar pendiente las veinticuatro horas del día. Creo que eso me marcó más que nada. Sabía que se podían hacer pruebas y saber como vendría con antelación, pero siempre me dio miedo que las pruebas fallaran y verme en la misma situación que mi madre.

            Mi padre desde que nació mi hermano se dedicó a apurar todas las botellas que caían en su mano, no fuera que se estropeasen. Su vida consistía en trabajar y beber después del trabajo. Nunca dejó de ir a la fábrica, nunca enfermó y nunca le vi quedarse en casa. Parecía que tenía miedo a que la casa se le cayera encima, por eso estaba dentro de ella el menor tiempo posible. Era muy popular entre sus compañeros y en las tascas. Todos le conocían como el campeón. Este apodo le vino dada su costumbre de llamar a todo el mundo campeón. De ahí que nadie recordara su nombre de pila y fuera para todos Campeón.

            Ya me volví a enrollar con mi pasado. No deseaba ser madre. Esa era la realidad. Los hombres desean ser padres y la mayoría de las mujeres procuran quedarse embarazadas para amarrarlos, pero yo era distinta. No precisaba ser madre y menos encadenar a nadie. Quien quisiera estar conmigo debería ser porque de verdad lo deseara y cuando no quisiera ahí nos vemos. Tú para un lado y yo para el otro. Tenía dos manos y nunca me había amilanado el trabajo. Era una mujer hecha y derecha. Sólo pedía a mi pareja fidelidad. Era lo único que exigía. Eso sí, no perdonaba que me tratara como tonta y menos que me contara milongas.

          Jaime era un buen hombre, tímido, retraído, educado y sobre todo muy, pero que muy faldero. La verdad es que había tenido alguna aventura de vez en cuando, que en una ciudad tan pequeña como es la que vivimos resulta difícil que una no se entere. Eran relaciones sin más, tardes de cena y hotel, pero a las once como muy tarde de regreso en casa. Siempre era la misma excusa me entretuvieron mis colegas. Eran líos breves. Hubo una que le duró varias cenas, pero las demás eran sólo capricho de un día. Yo era la catedral y las demás eran pequeñas capillitas donde se oficiaban algún servicio que otro, pero no a diario.

          Esta con la que ahora está. Es la que más me preocupa. Ya lleva con ella casi un mes. Parece ser que es muy cabrona y hábil. Suele dejarle en los bolsillos de la chaqueta alguna tarjeta del hotel y alguna que otra cosa más. Intenta enviarme el mensaje de que está con él. Ella intenta que yo me enfade y comience una lucha fratricida contra ella, pero yo ya estaba vieja para esas chorradas. Si Jaime quería seguir conmigo bien y sino que se fuera con ella. Nada me retenía y menos que me mantuviera. El era libre de irse y yo de dejarle ir. Nada nos unía salvo ese pacto que nos hicimos. Ese que día tras día rompía y que yo dejé de tenérselo en cuenta. Me dolía no su falta de sinceridad, sino más bien su mentira continua. Hubiera sido más fácil que me hubiese dicho algo, pero su continuo callar y callar no me gustaba lo más mínimo y menos por parte de él.

          Son las dos de la mañana y no ha llamado y menos ha regresado. Creo que me bajaré al sillón y le esperaré sentada frente a la puerta a que llegue. Eso sí, procuraré calmarme e intentaré hablarle con la mayor serenidad posible.

          Amanecía cuando oí como se abría la puerta. Me había quedado traspuesta. Si hubiera llegado antes seguro me hubiera arropado con una manta. Me hubiera dado un beso en la frente y adiós doña Chuí.

          – ¿De dónde vienes tan tarde Jaime? Se alargó mucho la reunión ¿no?

          – No. La verdad es que nos liamos jugando unas manos al póker y ya sabes. Lo bueno es que no perdí mucho.

          – ¡Qué bueno, Jaime!

          Se hizo un silencio que casi se cortaba. Nuestras miradas se cruzaron y no saltaron chispas de puro milagro. Me levanté del sillón con la poca dignidad que me quedaba. Sentía que estaba a punto de estallar. Tenía ganas de empezar a gritar y lo que es peor de coger el atizador de la chimenea y abrirle la cabeza. No sé como lo logré, pero conseguí cambiar mi cara y esbozar una cínica sonrisa.

          – Me voy a acostar. Tú, Jaime, me imagino que te darás una ducha y sacarás al perro antes de irte a la oficina.

          -Sí, no te preocupes. Acuéstate. Después hablamos. Vendré pronto y durante la cena ya platicaremos.

          Me tome un Valium, bajé las persianas y me acosté. El Valium siempre fue mi mejor aliado para poder dormir. Pensé que algún día, con suerte, me alejaría de él y del Valium. Siempre había dormido bien, hasta que comencé a salir con Jaime. Creo que fueron sus inseguridades y sus miedos los que me hicieron desequilibrarme. Yo antes no era así. Había estado siempre con hombres que eran mentalmente maduros, pero he de reconocer que Jaime era un inmaduro. Parecía un niño pequeño. Yo interpretaba con él los papeles de madre, de novia, de esposa y de amante. En cambio, para Jaime sólo existía él y su perro. Creo que siempre quiso más a su perro que a mí. No era de extrañar era su sombra. Dónde iba él, iba el perro.

          A eso de las seis de la tarde Jaime regresó a casa. Traía en su mano un ramo de flores y una botella de vino que me encantaba. Me sonaba a reconciliación. Ahora comenzaría diciéndome que se había dado cuenta que a la única que quería era a mí y blablablá. Nada nuevo bajo el sol. Una más que pasaba a ser historia y que dejaba listo el lugar para que llegara la próxima. Durante unas semanas sería ese esposo fiel que todas deseamos encontrar. Sonreí y le di las gracias por las flores y por el vino. El sonrió, pero noté algo extraño en su sonrisa. No era la de otras veces. Dejaba entrever algunos matices que para mí eran desconocidos. Qué podía sentir, quién sabe. Yo al menos no lo sabía y lo que es peor ni me lo podía imaginar. Mejor sería no hablar mucho y escuchar. Así tal vez podría entrever lo que en realidad pasaba por su mente. Nos sentamos a cenar. De pronto me miró a los ojos y me dijo:

          – Quiero hablar contigo –su tono denotaba como si algo se fuera a romper.

          – Sí dime, te escucho.

          – Sabes que he conocido a una mujer y la verdad es que me hace muy feliz. Además quiere ser madre y lo mejor de todo es que se ha quedado embarazada. Yo te quiero, pero tú sabías que yo deseaba ser padre y tú siempre te has negado. Al principio pensé que con el tiempo cambiarías y al final me complacerías como en tantas cosas que fueron un no rotundo al principio, pero que, poco a poco, con el tiempo fuiste aceptando.

          – Jaime siempre conociste mi postura en cuando a ser madre. Fue firme. Yo no quería ser madre. No te engañe. Perdón, sé que te interrumpí.

          – Ya lo sé. Puedo decirte que al principio cuando me enteré no sabía que hacer, porque te quiero de veras. No por comodidad, créetelo. Sé que soy un poco faldero, pero nunca pase una noche fuera de casa desde que vivimos juntos. Tal vez esta noche fue la que más tarde regresé. Ya amanecía. Lo sé, pero vine a casa y no me acosté porque no tenía ni pizca de sueño. Menos mal, que no hubo mucho que hacer en el despacho y me pude echar una cabezadita.

          Calló y se quedó mirando al vacío. Sudaba y su respiración estaba muy alterada. Suspiró fuerte y me esbozo una leve sonrisa. Alcanzó la botella de vino y me sirvió un poco más. Yo le miraba y no sabía quehacer. No quería quedarme sola, pero tampoco aceptaba que Jaime estuviera con la otra y conmigo a la vez. Seguí comiendo y no dije nada. Había aprendido que cuánto más enfadada está una, es mejor no hablar. Estar callada es la mejor opción. Jaime seguía argumentando y razonando. Yo la verdad que no le escuchaba. Percibía sus palabras como un sonido monocorde que no picaba mi curiosidad. Me valía lo que dijera. Empecé a pensar en mí. No sabía qué sería lo mejor. Tal vez irme, pero adónde o me quedo y le digo que él se vaya. Lo único que tenía claro en esos momentos era que no le iba a pedir que la dejara y se quedara conmigo. Era algo que nunca le había pedido y menos ahora. Siempre era él quien me decía que le perdonase y me juraba que nunca más volvería a suceder. Era algo que asumía como una parte de él y que sabía que nunca iba a cambiar. Ahora sólo me tocaba esperar a ver que decidía. No se lo iba a poner fácil. Esta vez no.

          – Me parece que lo mejor es que yo me vaya –comentó con cierta cordialidad Jaime y prosiguió con cierta dulzura- Tú quédate con el departamento. Yo me mudaré a otro con ella. Eso sí, me llevaré al perro y mi ropa, del resto de las cosas no quiero nada. Te lo dejo todo, el dinero de las cuentas del banco, las tarjetas y el coche que normalmente usas tú, pero si prefieres el otro me da igual. Tú me dices. Yo, ya sabes, no quiero pleitos y menos por cosas materiales.

          – Sí es lo que deseas, por mí esta bien -le contesté.

          Recogí la mesa y me fui al dormitorio. Abrí el cajón de la cómoda, me calcé un guante de látex y saqué el revolver del treinta y ocho que Jaime tenía por si alguien nos entraba a robar. La verdad es que alguien había entrado esta noche en casa y me había robado la estabilidad que durante años había tenido. Volví a la sala. Me acerqué a Jaime y le descerrajé un tiro en toda la sien. Cayó al suelo. Abrí su mano y le coloqué el arma. Con frialdad apreté su dedo índice contra el gatillo y disparé de nuevo. Retiré este último casquillo y coloqué una bala en el tambor. Dejé el arma tirada en el suelo cerca del cuerpo de Jaime. Salí a la calle con el perro. Me subí en el coche y estuve conduciendo cerca de veinte minutos. Paré el coche y encendí el teléfono. Llamé a una amiga y estuve hablando con ella cerca de una hora. Hacía tiempo que no me sentía tan libre. Al rato regresé a casa. Al entrar pegué un grito. Una pareja que paseaba por la calle, se acercó y vieron lo que yo también veía. El cuerpo de Jaime en el suelo despatarrado. El joven muy amable llamó a la policía. Mientras la chica intentaba consolarme. Al poco tiempo llegó una patrulla junto con una ambulancia. Los médicos certificaron la muerte. Vinieron del juzgado a levantar el cadáver y se lo llevaron para practicarle la autopsia. Comprobaron que a la hora de la muerte yo estaba como a quince kilómetros de la casa por la ubicación de mi teléfono. Certificaron que fue un suicidio. No era la primera vez que lo había intentado en su vida. Hace años, antes de vivir conmigo, un día llegó a su casa y encontró a su mujer en la cama con una amiga. Le impactó tanto la escena que intentó quitarse la vida con una pistola, pero le tembló la mano y erró el tiro. Ellas le arrebataron el arma, mientras un vecino avisaba a la policía. En un informe quedó reflejado que el incidente había sido un intento de suicidio fallido. Eso es lo que él me contó. Quién sabe lo que de verdad sucedió.

          A los pocos días le enterramos en el panteón de su familia. Como era de esperar asistió también la ladrona que se entrometió en nuestra vida. Me acerqué a ella tras la ceremonia y la dije:

          – Usted es la única culpable de su muerte. Se asustó mucho cuando le dijo usted que iba a ser padre. El nunca deseo dejar de ser el único niño. Él odiaba la competencia y más tener que repartir sus cariños y afectos con otro ser.

          Ella se quedó sorprendida. Yo me alejé de ella y regresé a casa. Allí me estaban esperando las maletas. El perro y yo nos íbamos a vivir al mar donde nada ocurre salvo cuando llegan las marejadas y los vientos golpean furiosos e inmisericordes las contraventanas.

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