GANAMOS, MI AMOR

                                                                                                                 A mi esposa Laura

    Hoy volvemos de nuevo al médico. La verdad no sé como Carlos no está harto de tantas visitas. Yo sí lo estoy. Cada día es lo mismo, las misma caras, las venas que se esconden, las mariposas en el estomago y hasta la manida frase que me repito como un mantra hasta la saciedad “ya estoy curada, estoy sana”. ¿Pero quién se lo puede creer? Dentro de unos instantes le subirán al doctor los resultados. Nos hará pasar a su despacho. Siempre con esa hipócrita sonrisa profidén. A decir verdad, cada vez tiene los dientes más blancos. Su odontólogo se está esmerando. Sus dientes cada día parecen más perlas. En broma le decimos doctor Metáfora. Vaya con las ocurrencias que le vienen a una en estos momentos. Cuando me diagnosticaron esta enfermedad no me hizo ninguna gracia, pero si no empiezas a ser capaz de reírte de ella, uno puede acabar como en esa serie que se llama “a once pies bajo tierra”. Me acuerdo de la primera vez que oí al doctor decir “usted tiene cáncer” lo grave no era la palabra, sino la cara que puso. Ahora reconozco que digo “tengo cáncer” como podría decir “tengo una hernia o una faringitis” es al fin y al cabo una enfermedad, nada más. Lo único que aún no han conseguido controlarla. Muchas veces pienso que las enfermedades son una invención de las farmacéuticas con la intención de poder vender mejor sus productos. Creo recordar que una empresa farmacéutica alemana se inventó una enfermedad mental. Sacó un medicamento que los médicos estuvieron casi veinticinco años recetándolo. Lo triste es que ese medicamento no servía para nada, tal vez sólo valió para que los infelices que recibieron ese tratamiento enfermaran de algo real. Ojala les hubieran mandado pastillas de leche de burra ¡qué buenas estaban! No sé cuáles estaban más ricas, si las bolas de anís, tan frescas y tan sabrosas, o las harinosas pastillas de leche de burra.

    Hoy en día no me queda más remedio y me tomo todas las que me dan, pero si salgo de esta no tomaré ni un medicamento más. Es pesado estar como yo. Llevo cerca de diez años luchando con este calvario o vía crucis, como prefieran llamarlo. Si estuviera sola, ya hubiera tirado la toalla, pero tengo a este tlacuache siempre a mi lado que hace que no me quede de otra que echarle ganas y seguir adelante. Como el diría “ya que hemos llegado hasta aquí sería de tontos rendirnos, ya nos queda menos para librarla”. Luego se pone serio y apostilla “abandonar ahora sería una putada no para ti sino para nosotros tras haber superado tantas barreras para llegar hasta donde estamos”. La verdad, sino hubiera sido por él no creo que hubiera llegado hasta aquí. Desde que me conoció se convirtió en mi sombra. No doy un paso donde no me siga. A veces hasta me ahoga y le pido que se vaya a dar una vuelta para que le dé el aire. Al mirarme sabe que necesito estar sola, obedece y se va, pero como los perros al momento vuelve y se pega a tu lado. Qué fastidio más hermoso tener alguien que en estos momentos te acompañe. A veces cuando vamos a las quimios, veo a tantas mujeres solas y yo siempre con mi tlacuache. Siento la imperiosa necesidad de agarrarle del brazo y orgullosa miro a las demás pensando “cuidadín que este es solo mío, mato a quién ose robármelo”. La verdad, nunca he hecho daño a nadie, pero no me gustaría que ninguna pelandusca me lo quitara. Nunca pensé que fuera celosa, pero un día en una boda una jovencita se le acercó y vi como hablaban animadamente. Cuando ella apoyó su mano en su brazo, salté como un resorte y me fui, como una fiera, a donde estaban y le abracé haciendo ver a mi rival “cuidado que tiene dueña”.

    El maldito bichito me hacia ser menos segura y casi no ser la sombra de lo que yo era. Una que, aunque este mal decirlo, paraba el tráfico. Hay testigos, no se rían es verdad, la pura verdad. Era una de las mujeres más guapas y más atractivas de mi ciudad. Son cosas que antes no me atrevería a decir, pero ahora con los años una se lo tiene que decir. Aunque sólo sea para engordar un poco mi maltrecho ego, que tras tanta química está muy, pero que muy caído. Casi tanto como mi estomago que ya ni el jengibre me calma los vómitos y menos el malestar.

    Las salas de los hospitales oncológicos parecen, la mayoría de las veces, más morgues que centros revitalizantes. A veces pienso que cuando llegas calculan cuántas dosis aguantarás y cuánto se incrementarán los beneficios de las farmacéuticas. Cuando vi la película “El jardinero fiel” no me podía crear lo que veía, pero así es el mundo. Un lugar donde los hombres intentan ganar más de lo que se van a poder gastar, pero quieren tener más sólo para poder aparentar ante los vecinos de la urbanización o los compañeros de la Universidad.

Mi mayor esperanza es entrar un día en el consultorio y que me digan que ya estoy limpia, que a partir de ahora sólo tendré que venir a los controles de rutina. Aunque parezca mentira, eso se nota cuando a un paciente se lo dicen. Se observa en sus caras cuando abren la puerta. Su rostro refleja si le dijeron que ya sanó o que  ya no podemos hacer nada más. Los rictus de la cara cambian tanto que hasta las arrugas aparecen cuando escuchas lo que nadie deseamos que nos digan. Esa palabra tan horrible, cuando se oye por primera vez.

Tanto tiempo se pasa una al lado de otra persona que aunque no la veas sientes que está, te vuelves y lo observas cómo él está pendiente del más mínimo gesto que hagas. Llega a conocerte más incluso que una a sí misma. Con los años se crea una complicidad que muchas veces me pregunto, si por cualquier motivo me marchara qué iba a ser de este hombre, que como una lapa lleva pegado a mí desde que comenzó este camino que dicen sin fin, pero que yo sé que lo tiene. Yo sé que me he de morir, pero no de este bichito. O sea que ya sabes lo que tienes que hacer desaparecer de una vez para siempre “lo oíste bichito”. Dicen que conviene decírnoslo muchas veces, para que se nos grave en el inconsciente y así poder activar nuestro sistema inmunológico. Esas son las nuevas teorías de las psiconeuroinmunología. Después de todos los libros que he leído desde que apareció la enfermedad es lo que más sentido tiene. Por eso siempre que puedo le envío a mi cerebro ese mensaje.

    Él, mi tlacuache, sigue ahí sentado a mi lado como un verdadero marsupial pegado a su mamita. Eso si, haciendo que lee para que yo le vea que está tranquilo. Sé que está más nervioso que yo. Lo peor es que lo disimula fatal, pero yo no sé lo pienso decir. Él cree que me engaña y yo me dejo, no merece la pena pleitear por algo tan banal. Lo importante es que siempre esta a mi lado y eso siempre se lo agradeceré. La verdad es que no sé lo digo mucho. Me aburre tanta zalamería, pero creo que debería hacerle más presente que le quiero y que le necesito. Otro hombre seguro que hubiera salido corriendo, pero él ahí sigue espero que Dios le dé mucha salud, ya que es muy preocupón. Así es y así lo quiero.

Me gustaría que nos llamaran ya. Esta vez tengo una sensación extraña. Me ahogo, pero de alegría. No sé porqué. Creo que me encuentro bien, fuerte y con más ánimo que otras veces. Presiento que las noticias van a ser buenas, pero cuantas veces también sentí que iba a ser así y luego fueron malas. Al escucharlas las lágrimas enturbiaban mis ojos y sacando fuerzas de no sé donde decía al médico “lo que haya que hacer doctor, vamos a por ello”. Sabía que era comenzar otra vez los calvarios de los ciclos, de las analíticas, de las esperas, de los factores de crecimiento, del cansancio, del seguir adelante no sintiéndome una invalida, sacando fuerzas de donde ya casi no me quedaban, intentando ocuparme con yoga, cocinando, leyendo, oyendo música, tomando infusiones con amigas, … Tantas cosas que creo que me merezco que se termine este sufrimiento durante un tiempo. Hace tanto tiempo que no viajamos salvo los obligados de dar una vuelta a la casa que tenemos en la costa, ir arreglar los desperfectos y casi cuando está para disfrutarla otra vez nos tenemos que volver para las pruebas. Nadie sabe lo harta que estoy de todo esto, a veces le pido a Dios que decida de una vez cual es el veredicto absolución o condena. Pero con lo impaciente que yo era, que era la mujer “ya, ya”, me he convertido en la mujer “bueno, bueno”.

Deseo que esta vez ya sea mi hora y sane. Siempre cuando espero los resultados me pongo catastrofista y pienso ahora se habrá caído la luz y no me los podrán dar y me harán volver mañana y otro pinchazo y otra espera. Eso me ocurre a menudo cuando espero algo positivo. Mejor, esta vez, no espero nada.

La persona que ha salido ahora del despacho se va llorando sola. Nadie la acompaña. Nadie ni una amiga, que duro debe ser eso. Creo que todo el mundo debería tener a alguien que le acompañara. Esta sociedad de soledades de oro es así de cruel. Seguro que es su casa, tal vez, un perrito le espera, por los pelos blancos de su falda parece ser que lo tiene. Perro, gato o hurón, quién sabe. Lo único cierto es que cuando llegue le olerá, se acercará a ella y la acompañara en su pena.

El doctor abre la puerta y nos llama. La cara parece risueña. Tengo los resultados y tengo buenas noticias. Se ha erradicado por completo la enfermedad. No obstante dentro de quince días me gustaría repetir las pruebas. La verdad es que sentí un calor dentro de mí y una alegría que me abracé a mi amor y le dije:

    – Ganamos mi amor.

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