Aunque no te lo creas el paquete llegó a su hora. Nada extraordinario. El servicio de reparto solía ser excelente, aunque fuera comienzo de verano. El conductor se estacionó delante de la puerta del garaje, se bajó de la camioneta y abrió la puerta trasera. Yo me acerqué. Él esbozó una calida sonrisa y aunque me conocía de sobra me pidió que me identificara. Cotejó el nombre del destinatario con mi carnet y me entregó el sobre. Estaba deseando entrar en casa para abrirlo. Era una caja de cartón que contenía todos los discos de Billie Holiday. Mi padre también estaba ansioso de que llegara. Le encantaba esta cantante de jazz desde que era joven. Una vez me confesó que me concibieron escuchando una canción de ella. La verdad es que me gustaría preguntarle cuál para saberlo exactamente. No será una tarea fácil, pero seguro que, cuando lo escuchemos una de estas tórridas tardes de julio, se lo intentaré sonsacar. Aunque conociendo lo reservado y vergonzoso que es para ciertas cosas se negará a revelar ese gran secreto. Hoy hace uno de esos días en que el termómetro asusta tanto que uno se niega a ver la temperatura. Son de esos días en que cuando el aire se sosiega la resolana te abrasa hasta en la sombra.
Mi padre estaba inválido a causa de un accidente. Un día lluvioso al regresar a casa desde su taller se detuvo en un puesto de periódicos a comprar El Pueblo y una revista de cotilleos para mi madre. Un coche se quedó sin frenos, derrapó y acabó colisionando con el quiosco. Desgraciadamente atropelló a mi padre que estaba allí parado hablando con su amigo Fernando, el hijo del dueño. Esa desafortunada casualidad le llevó a tener que usar una silla de ruedas y a permanecer durante mucho tiempo acostado. Nunca dejó de bromear y decía que era como Mark Twain. Nos reíamos y le seguíamos la broma de que ojala lo fuera al menos nos contaría bellas e interesantes historias. He de reconocer que su vida fue muy dura tras el accidente. No sólo por el hecho de no poder andar, sino más bien por todas las pruebas médicas que tuvo que soportar, pero lo peor era tener que escuchar las opiniones contradictorias de los médicos. Algunos, en contra de la mayoría, le daban esperanzas por lo general en las consultas privadas. Por el contrario, los del Seguro fueron más claros desde el principio con un lacónico “usted no volverá a caminar”.
Mi padre siempre fue un luchador. Nunca paraba hasta que conseguía lo que se proponía. No dejó de buscar cualquier remedio que le librara de su invalidez, ya fueran médicos, curanderos o hueseros. Creo recordar que nos parecíamos a los buhoneros ya que recorrimos casi todo el país de norte a sur y de este a oeste. Siempre era lo mismo, grandes esperanzas el primer día y una gran decepción el siguiente. Lo triste era comprobar como profesionales sin escrúpulos jugaban con el dolor y las esperanzas de los desahuciados. Debo reconocer que estos sanadores solían olvidarse de curar, pero nunca de engordar sus cuentas corrientes. Mi padre nos decía que así era la vida. Unos nacían para jorobar y otros para ser jorobados. El era más explicito, pero mejor yo no lo digo. Tristemente, en estos momentos, nos había tocado ser de los jorobados, pero lo grave es cuando te cercioras que esas cosas en la vida no van a cambiar. La verdad es que jamás escuché a mi padre desear ningún mal a nadie, siempre les agradecía el tiempo que le habían dedicado. A mí la verdad es que me costaba muchísimo trabajo no saltar y decirles cuatro cosas bien dichas. Entonces mi padre me miraba y me decía “que vas a adelantar, sólo que tu hígado enferme y se colapsen tus riñones”. No le faltaba razón. Siempre admiré su capacidad para olvidar todo aquello que le pudiera hacer sufrir.
Al entrar en casa Botana me recibió moviendo su cola y olfateó lo que llevaba en mi mano. Su destino habría sido la Academia de Policía, pero el azar le trajo a nuestra vida. Un hermano de mi madre, encargado de la educación canina en la Guardia Civil, lo trajo, sin nadie habérselo pedido, cuando mi hermana cumplió cuatro años. Era como si quisiera que ella, su ahijada, no estuviera siempre hablando a solas con su amiga invisible. Pensó que así tendría algo más palpable y real con quién jugar. Decidió que lo mejor era un labrador negro. Hasta que mi padre tuvo el accidente, el perro y mi hermana fueron inseparables, donde iba uno iba el otro. Esto cambió cuando mi padre regresó a casa en una silla de ruedas tras una larga hospitalización, Botana sintió que su misión en el mundo ahora era cuidar y acompañar a mi padre. A mi hermana al principio le costó aceptar que su perro, su ojito derecho, decidiera pasar más tiempo con otra persona. Ella que le dejaba dormir en la cama a pesar de que a mi madre no le gustara y se lo tuviera prohibido. La verdad es que no le agradó que Botana no le prestara la misma atención. Se emberrinchó muchísimo. Ese día sentí lástima por quien fuera su primer novio. La que no se rió fue mi madre ya que la costó Dios y ayuda convencerla. No sólo se juntó el abandono de Botana, además coincidió con la época de los continuos porqués y de los continuos no a casi todo. Época en que mi madre más de una vez debió pensar en hacer su maleta y decirnos ahí os quedáis. Gracias a Dios nunca lo hizo.
Entré en el cuarto de mi padre que como era habitual en él estaba leyendo un libro. Ese día estaba releyendo a uno de sus autores favorito Yasunari Kawabata. Dejó el libro en la mesilla de noche y con cara de impaciencia me dijo: “A qué esperas para empezar a escuchar a Lady Day”- me extrañó y respondí “¿A Lady qué?”- mi padre sonrió y alzó los hombros, sin decir nada más. Yo ya sabía lo que estaba pensado. Siempre decía la misma letanía que su bachiller era como una licenciatura de hoy en día. Yo sí se lo creía. Su cultura general era mucho más amplia que la de mi generación. Él se encargó de desasnarme y procuro darme un ligero barniz para que no fuera tan zopenco como la mayoría de mis compañeros de Instituto. Él siempre procuró, sin obligarme, crearme el hábito de leer. Poco a poco empezó a inocularme ese veneno hasta llegar a sentir que el día que no leía me faltaba algo. Su otra afición la música también procuró que me gustará. Él nunca consiguió aprender a tocar bien un instrumento tal vez un poco la guitarra, la armónica y el arpa de boca. No tuvo la suerte de tener un padre que le prestara mucha atención. Eso le hizo procurar sacar cada día tiempo para dedicárselo a sus hijos. Desde pequeño recuerdo que me acompañaba a clases de solfeo y de piano, pero pronto comprobó que lo mío no iba por ese camino. Se sintió en parte frustrado por mi falta de dotes musicales. Menos mal que, al menos, mi hermana sí las tenía. Puedo decir que con ella se quitó el disgusto. Aunque he de reconocer que sufrimos durante meses hasta que logró conseguir que ciertas escalas no sonaran como si estuvieran desollando a un gato. Siempre agradeceré a mi padre su constante desvelo por sus hijos. Otro hubiera desistido, pero mi padre era impasible al desaliento. Se inventó una serie de juegos para enseñarme los distintos estilos musicales y los títulos de las canciones y sus compositores. Cuando me hice más mayor empezó a afinar más e intentó que llegara a distinguir quién las interpretaba. Nunca llegaré a agradecerle todo lo que hizo por mí. Reconozco que cuando era más joven y quería impresionar a una chica utilizaba estos conocimientos musicales con frecuencia. Hasta que un día me partieron literalmente la cara. Un domingo en el concierto del Parque del Retiro se me ocurrió decir para impresionar a una bella jovencita que estaba sentada delante de mí que la pieza que estaba tocando era el aria “E lucevan la stelle” de la opera Tosca y que su mejor interprete había sido Giuseppe Di Stefano bajo la dirección de Von Karajan. La chica se volvió y me regaló una sonrisa cómplice, lo malo es que no me dí cuenta que iba acompañada por un fornido adonis que creo que la música no era su especialidad. Sin mediar palabra me lanzó dos puñetazos que me dejaron sin conocimiento. Cuando lo recuperé estaba en casa tumbado en mi cuarto y con un filete de carne sobre mi ojo. Recuerdo que Botana estaba sentado babeando y no perdiendo de vista la carne. Seguro que esperaba que una vez que hubiera servido como remedio sería para él. No era la primera vez que me ponían el ojo morado. Mis padres cuando me incorporé se rieron. Me acuerdo de la frase que usó mi madre “Jovencito búsquese unos contrincantes que pueda usted con ellos, ya que siempre acaba magullado y no ganamos para comprar tanta carne” –eso fue todo lo que se les ocurrió. Nunca me preguntaron el motivo y yo tampoco se lo dije, para qué. Aprendí que a veces los conocimientos uno se los debe guardar para sí y no andar por ahí presumiendo ante rufianes que sólo buscan encontrar pánfilos donde descargar sus inseguridades.
-“Qué dispuesto ya a memorizar los nombres de las canciones de esta bella y privilegiada voz” –me dijo mi padre. Me pareció una buena proposición. Así cuando la escuchara en Balboa Jazz o en Clamores quedaría como un interesante espécimen y dejaría boquiabiertas a las mujeres que frecuentaban estos antros. La verdad es que los hombres suplimos nuestra timidez con ingenio para poder asombrar y así poder conquistar a alguna mujer. Claro había otros métodos mejores, por ejemplo tener una cartera repleta de billetes, eso decían los mayores. Yo era, por aquel entonces, de los que estiraba mi copa, mientras los demás se tomaban varias. No tenía mucho dinero para gastar y lo debía guardar por si alguna mujer se fijaba en mí y me dejaba invitarla.
En el tocadiscos empezó a girar la primera grabación de Billie Holiday. Su primera canción “Your mother´s son in law” con Benny Goodman al clarinete y Jack Teagarden con su trombón, comenzó a sonar. La magia invadió la habitación. Mi padre me miró fijamente como queriendo decirme: “está música llega directa al corazón y aleja la tristeza”. La verdad es que yo la sentía como ese aire fresco que nos calma al atardecer tras un día caluroso. Eso era para mí la música de Lady Day. Un sonido que te envolvía y te transportaba hacía donde los dioses habitan. Esta música, un Montecristo del número dos y una copa de Peinado cien años son los recuerdos de ese verano en que mi padre empezó a sentir una ligera mejoría. Sus dolores ya no eran tan insoportables. Le bajaron la medicación. Eso era un gran avance y como decía un amigo “a menos química habrá de seguro más física”. Mi padre empezó a valerse con unas muletas y sus piernas comenzaban a recuperar, poco a poco, la perdida sensibilidad. Aún era pronto decían los médicos, pero eran una muy buena señal.
Ese verano creo que la música le permitió a mi padre poner fin a una larvada depresión. Volvió la alegría a nuestra vida. Botana se acercó otra vez a mi hermana. Ella al principio se hacía la ofendida, pero poco a poco empezó de nuevo a abrazarle y a acariciarle. Creo que era lo que ella deseaba, pero quería hacerle ver que no todo puede cambiar de un día para otro. Mi madre se tranquilizó y comenzó a lucir su sonrisa esa que desapareció durante unos años de su rostro. Verla tan alegre me agradaba. Todo volvía a estar bajo su control. Yo, a finales de verano, me fui a la Universidad y me matriculé en la facultad de Filología Hispánica. Era lo que de veras me gustaba, aunque en casa dije que iba a estudiar Económicas. No quería discutir. Me habían concedido una beca y podía estudiar lo que deseara. Ya no estábamos en el colegio. Nadie iba a llamar a casa para decir que me había matriculado en letras y no en ciencias donde iban los hombres de provecho. Así que está vez no dije nada y aprendí que no decir es la mejor manera de no tener que mentir.