A mi hermano Jorge Román.
– ¿Compadre qué le pasa? –inocente de mí pregunté. Noté que sus ojos reflejaban algo más que dudas. Era como un miedo interior que le hacía hasta sudar. Su frente brillaba más que sus ojos vidriosos por el alcohol. Era tal su hedor que si le acercaba una cerilla prendería como un tragafuegos. Le miré a los ojos y sentí que algo le carcomía en su interior, más que dolor era pavor. Su silencio se hacía eterno. Al rato, tras echarse un trago largo de su plateada petaca de cuatro onzas, me miró fijamente a los ojos y levantando una recipiente con forma de urna. Me dijo:
– Se murió la Genoveva. Anteayer le dio un infarto y se cayó redonda. Se le rompió el corazón. Hacía mucho coraje con todo. La cremaron y acá la traigo conmigo. Me acaban de dar las cenizas. La verdad compadre me he venido a verle, por la amistad que nos tenemos. Soy incapaz de llevarlas a casa. Se me encoje también a mí el corazón. Le pido el favor de que me las guarde en su casa hasta la misa funeral.
Me quedé ojiplático. No sabía dónde mirar y lo que es peor no sabía que contestar. Él, como un niño travieso, no dejaba de mirarme fijamente. Respiré hondo y le comenté:
– Yo con mucho gusto se las guardaría, pero yo sólo conocía a doña Genoveva de una vez que aparcó el coche delante de la casa y bajó para dejarme unas guayabas que habías cortado en su jardín. Sólo de esa vez compadre ¿No cree que ella se encontraría mejor con usted, con su hermana o con su hija? Me imagino que ya las habrá preguntado a cada una de ellas y la respuesta me imagino que habrá sido un no.
– Exacto compadre. Mi cuñada alega que tiene diabetes y estas cosas le aterran, además dice que se le altera todo su organismo sólo con pensar que va a tener en casa a un muerto o lo que queda de él. Se negó en rotundo. Mi hija, tres cuartos de lo mismo. Me comentó que a ella estas cosas la imponen mucho y que con los antecedentes de su madre diabética, que en paz descanse, ella no quiere que le aparezca la enfermedad. Esas son las que tenemos compadre. Usted tiene mucho espacio en su casa y mi Genoveva era muy tranquila. Ella era de las que ni se notaban que estaban en casa. Muy callada y muy, pero que muy trabajadora ¡Hágame ese favor, compadre! Quédese con ella hasta la misa funeral.
Moví la cabeza y no sabía que decirle. Al final eran sólo unos días. Exactamente cuarenta y ocho horas. Ese día vendrían a por ellas y se acabaría el favor.
– De acuerdo, compadre, me quedo con su Genoveva hasta el jueves que vengan a por ella para llevársela al funeral.
– Gracias compadre no se me olvidará esto que ha hecho por mi Genoveva.
Hete aquí que me veo con una caja de cenizas de una mujer que nunca había tratado. Era la cuarta mujer de mi compadre. Siempre fue muy enamorado, jugador y bebedor. Un santo, no más. Me acerqué a una repisa y las acomodé. La encendí unas veladoras y la comencé a hablar. No fuera a ser que fuera una temida bruja y por eso ninguno de sus familiares se la quiso quedar. Me armé de valor, me acerqué a la urna y comencé a hablarla como si pudiera oírme.
– Doña Genoveva soy Lupe, el compadre de su Ginés. Aquí la recibo en mi casa y espero que usted se encuentre a gusto en mi humilde morada. La he encendido unas veladoras para que usted si se encuentra perdida y vaga en la oscuridad encuentre la luz. No olvide que soy Lupe y no hace falta que usted me pida nada. Yo le daré todo lo que necesite. Eso si, le aclaro no me interesa, de veras, saber nada de allá donde usted se encuentra. No tengo la mínima curiosidad, no soy mitotero. No vaya a ser que usted sea muy comunicativa y me quiera hacer participe de sus novedades. Ahora tranquilícese que voy a rezar un rosario por la paz de su alma.
Recé por ella. La verdad que me daba yuyu. Más valía que me tuviera entre sus preferidos que entre sus malqueridos. Acabé el último misterio y me acerqué al mueble bar. Abrí una botella y me serví un whisky. Notaba algo extraño en el aire. Nada indicaba que esa cargazón en el ambiente fuera presagio de una tormenta. La verdad es que quería pensar que era eso o cualquier otro fenómeno natural, pero no que fuera el espíritu de Doña Genoveva. Sentí como una puerta se cerraba de golpe. Pensé, más bien quise pensar, que habría sido una corriente. Me levanté del sillón y me serví otro whisky. Dudé y me llevé la botella cerca de donde estaba. Al rato un bule que había sobre una viga se cayó. Comencé a intranquilizarme. No podía pensar en nadie salvo en el espíritu de doña Genoveva. Me acerqué a la urna y la traje donde yo estaba. La recosté en el otro sillón y me la quedé mirando. Intenté racionalizar todo, pero algo dentro de mí no me dejaba buscar ninguna razón física a los hechos. La verdad es que cuando dejé a doña Genoveva en el sillón la cargazón que se palpaba en la habitación desapareció. Tomé un trago largo y me serví otro whisky. Miré hacia la urna y comencé a hablarla:
– Era eso lo que usted quería, no estar sola y sentirse acompañada. Pues acá estamos los dos, uno frente al otro. Ahí donde se encuentra recostada se sentaba mi mamá. Ella era mi compañera. Nos tomábamos todas las tardes unas caguamas y nos la pasábamos hablando y echando humo como chacuacos. Ella ya murió hace unos cuantos años. No sabe cuánto la echo de menos. Ahora usted está ocupando su lugar y parece que ambas se encuentran a gusto. Gracias a Dios la paz reina de nuevo. En un ratito más doña Genoveva yo la llevaré a su lugar, pero si gusta la dejaré en el sillón.
Decidí que si quería pasar una feliz noche lo mejor que podría hacer era dejarla donde estaba. Yo, la verdad, no creía nada de estas cosas, pero si me lo hubieran contado tampoco me lo creería. Pensaría que se habían fumado toda la plantación de mota. La neta es que el bule se cayó y nunca se había caído, aunque la puerta no era la primera vez que se cerraba. Me despedí de doña Genoveva y me fui a dormir. Estaba cansado y mañana tenía cosas que hacer. Caí rendido en seguida.
A la mañana siguiente lo primero que hice fue ir a dar los buenos días a doña Genoveva. Pensé que me estaba volviendo loco, pero mejor llevarme bien ya que aún debía cuidarla todo el día de hoy. Desayuné con las cenizas sobre la mesa para que no se sintiera sola. Ese día fue similar al anterior, le hablé, le recé y le puse música de zarzuela, ya que la difunta parecía un personaje sacado de una de ellas. Así pasé el día. Don Ginés, mi compadre, ni apareció ni me telefoneó. Era de esperar.
El día de la misa me preparé desde muy temprano por si venían pronto a por la urna. Pasaron las horas y nadie telefoneó ni vino a por ella. A eso del medio día marqué a don Ginés varias veces, siempre después de los tonos pertinentes se oía la voz grabada de “deje el mensaje después de oír …” No dejé ninguno. A esos de la doce y media me acerqué con las cenizas a la Iglesia. La misa era a la una de la tarde. No había nadie, por un momento dudé de si fuera la misa en esa iglesia. Me acerqué a la sacristía y hablé con el padre. Me aseguró que en breve comenzaría la celebración. Al ratito llegaron todos muy enlutados y cariacontecidos. Me saludaron desde la distancia. Ninguno parecía que tuviera muchas ganas de acercarse y recoger la urna. El padre me pidió que me acercara y que pusiera las cenizas sobre una mesita pequeña. Las dejé aliviado y me senté en uno de los bancos. Al terminar la celebración me encaminé donde estaba la familia, pero el padre me llamó para decirme que me hiciera cargo de las cenizas. Cuando volví la vista hacia donde estaban el marido, la hermana y la hija descubrí que habían desaparecido. Hete aquí que de nuevo doña Genoveva y yo nos encontrábamos solos. Me dieron ganas de dejarla en un banco y salir corriendo, pero me entró cargo de conciencia. Decidí regresar a casa y depositarla en el estante.
– Como verá otra vez hemos regresado a la casa de usted, siéntase cómoda mientras la enciendo unas velas. No quiero saber el porqué o los porqués para que su marido, su hermana y su hija la rehúyen. No quiero ser curioso. O sea que por favor ni se le ocurra contármelo.
No podía imaginarme las razones de la familia. Me dio lástima. Yo me encontraba solo desde la muerte de mi mamá y aunque resulte extraño es mejor hablar a unas cenizas que solo. Intenté comunicarme con mi compadre, pero como el que ve llover. No sabía donde vivía ahora con su Genoveva y conociéndole las mañas me imaginaba que no volvería a verlo. Pasaron unas semanas y una tarde apareció el desconsolado viudo. En realidad no es justo el calificativo, venía con una amplia sonrisa y muy alegre por la tomada.
– Compadre he venido a por mi señora, ya he comprado un nicho en el panteón. Allí seguro encontrará el descanso que dejó en este mundo el día que se marchó. Le pido que me acompañe y mejor vamos en su coche. No vaya a ser que me pare la policía y con la lengua tan suelta que llevo les confiese que yo la maté y me lleven al bote.
– ¿Qué usted la mató? –le pregunté asombrado.
– Qué pensó compadre que diosito era tan bueno que se la iba a llevar. No olvide que nuestro Señor nos puso a las mujeres para que nos trajeran a este mundo y para que aguantándolas nos ganáramos el cielo. Eso sí, yo ya me lo había ganado. Pero diosito no se la llevaba y tuve que ayudarle un poquito no más. No me mire sorprendido. Ella nos hizo la vida imposible a todos, primero a su familia, luego a mí y por último a su hija. Decidimos que lo mejor era que ya se muriera y como padecía del corazón nos vestimos de zombies y un día mientras veía en la televisión su serie de muertos vivientes, su favorita. Nos acercamos los tres disfrazados y la dimos tal susto que allí se nos quedó bien muertita.
– Don Ginés ¿me está diciendo la verdad?
– Si compadre además en su condición de sacerdote no me puede denunciar. Ahora si le parece nos la llevamos y acabamos este sainete.
Salimos de casa y nos dirigimos al panteón. Durante todo el trayecto, más de una hora, no volvimos a hablar. Cuando llegamos mi compadre se bajó del carro y tras un corto paseo llegamos al nicho donde la pobre Genoveva iba a encontrar el descanso que su familia le procuró. Regresé solo al coche y vi como el viudo se montaba en una camioneta donde una despampanante rubia con gafas negras manejaba. Siempre me pregunté si esa mujer ya estaba en la vida de mi compadre o llegó tras el susto, qué más da la pobre doña Genoveva ya descansa y la vida de los suyos sigue. Yo fui el único que tal vez le acompañó y le habló con cariño a lo largo de su vida. Murió con el corazón partido y en mi dejó un recuerdo difícil de olvidar.