PREMIADO A MI PESAR

                                           A mi admirado amigo poeta Jesús Hilario Tundidor

    Me destinaron hace años a un pueblo olvidado de Castilla, donde el Duero se funde con los desaires de una tierra, que mira hacia fuera y olvida, sin resquemor alguno, todo aquello que formó parte de su historia. He de confesar que en un entorno muy similar pasé mi infancia. Un pequeño pueblo donde de zagales jugábamos a las mis cosas que ahora con deleite observo. Igual que ellos, de joven, también corrí por las angostas calles; robé manzanas de huertos repletos de frutales; me bañé y pesqué deliciosos cangrejos en este mismo río, sólo que un poco más abajo. Recuerdo que en verano buscábamos las sombras de los chopos en las riberas y nos guarecíamos del infernal calor que ennegrecía nuestra blanquecina piel.

    Cuando llegábamos a los diecisiete nos íbamos a la capital a estudiar para conseguir desbravarnos y regresar con un título bajo el brazo. Luego sólo quedaba opositar y sacar una plaza en el Estado que nos asegurara el incierto futuro. Yo saqué a la primera la de Maestro Nacional y tuve la suerte que me mandasen a este pueblo, que pertenece a mi misma provincia. Aunque las carreteras eran malas y las comunicaciones peor, podía al menos cada fin de semana visitar a la que era mi novia, la hija de un militar del Glorioso Ejército de España o de los sublevados. Dependía de la ideología del hablante, para mí hija de la milicia. Yo carente de una ideología predeterminada, eran los unos y los otros. En aquellos momentos, no entendía de política. Lo mío siempre fue trabajar. Era hijo de una familia humilde, pero honrada. La honradez y la riqueza rara vez congenian y menos se complementan. Ahí lo dejo, no quiero que nadie se ofenda y menos usted que tiene la delicadeza de leerme. Yo, como en otras cosas, sigo el consejo de mi abuelo que decía que fuera de casa no se opina ni de futbol ni de toros y menos de política. Era sabio, no por viejo sino por los años que se dedicó al comercio. Éste le vacunó contra el dogmatismo e hizo que aprendiera a apreciar más lo importante que son las opiniones ajenas. Son viejas lecciones que nunca se olvidan por muchos años que uno viva. Yo hubiera sido la cuarta generación de comerciantes, pero opté por una vida menos esclava y más cómoda.

    No conviene olvidar esas viejas, pero sabias enseñanzas. Por eso yo tampoco quiero que usted se enoje conmigo y no me siga leyendo, y, lo que es peor, no me recomiende a ninguno de sus amigos. Los escritores solemos vivir, o al menos eso dicen, a costa de los lectores, pero ese es otro tópico que los años van desmontando. No olvidemos, que hemos construido una sociedad muy proclive a etiquetar y quienes no somos merecedores de ellas nos hacen sentir como huérfanos. He de confesar que personalmente no me gusta y menos que me carguen con sambenitos que no son míos.

    Bueno volvamos a nuestra historia. Aprobé la oposición en los años sesenta y me trasladé a este pueblo. A los nueve meses me casé con mi prometida, pese al disgusto de su padre. Cómo iba a casarse su única hija con un Maestro Nacional, esos que como decía el dicho popular, pasas más hambre que un maestro. Eso no impidió que ella diera un sí. Lo malo fueron sus siguientes síes, que nunca fueron para afirmar algo, eran más bien condicionales. A los que porque negarlo nunca les presté la más mínima atención. Eran los lloriqueos de una niña rica que cambió los suelos de maderas nobles por los de adobe, y las glorias por una vieja estufa que más que calentar ahumaba las habitaciones. Su vida cambió del día a la noche. Creo que el día más feliz para ella fue cuando dejó a sus padres y, como buena burguesa, se sintió proletaria. Además se unía a un demonio que además de ejercer de maestro era poeta ¡Dios para qué quería más! Ella, la hija de un glorioso general, se casaba con un maestro de ideas liberales y para colmo poeta. La verdad es que era la nota discordante de una sociedad provinciana, que vivía más de las apariencias que de la realidad.

    Pasaron los años y pronto llegaron los hijos. Ella era una mujer realizada como madre y yo me convertí en pluriempleado. Maestro durante parte del día y por las tardes llevaba la contabilidad de la farmacia y de la de la fonda del pueblo. Cuando se apagaban las luces y regresaba a casa. Todas las noches después de cenar y cuando todos se habían acostado, comenzaba a tener uno de mis grandes placeres. Leía a los clásicos y escribía mis poemas. Estos sí que salían del dolor y de la incomprensión. Eran muy, pero que muy sentidos. La necesidad no era algo inventado, era algo que viví cada hora de cada día que yo moré en aquel lugar. Nada quedó de aquellos primeros poemas. El tiempo arrinconó algunos, pero otros acabaron por mis ansias de perfección.

    Todos los veranos dejábamos el pueblo y regresábamos a la ciudad. Había toros durante las fiestas y venían los cómicos a interpretar obras de teatro. Eran los bolos, pero nos gustaban. No eran los actores de renombre que actuaban en Madrid o Barcelona, pero los textos si eran los mismos. Nos dábamos un atracón con los clásicos y vibrábamos con Tirso o Lope. Luego venían los vinos en la plaza Mayor y las tertulias después de comer en los cafés del centro. Ese verano conocí al icono de la poesía de la provincia. Había recibido el premio Adonáis. Era como un dios al que todos hacían reverencia. Era el mayor y más importante hijo que nuestra olvidada provincia castellana podía haber dado. Todos nos sentíamos orgullosos de que un paisano nuestro hubiese alcanzado tal galardón.

    Parece que nuestra atracción al principio fue mutua. Quedamos muchos días para hablar de poetas y de poesía. La verdad es que aprendí mucho de él. Un fin de semana llegó a visitarle un afamado poeta de Madrid, que era conocido incluso fuera de España. Me llamó y tuve la suerte de asistir a una amena velada literaria. Poco a poco, fui perdiendo el rubor y la vergüenza. Un día le dije que yo también escribía. Su cara no denotó sorpresa. Me animé a pedirle que si quería y podía les echara una ojeada. Le señalé que era muy importante para mí su opinión. Quedamos al día siguiente y le lleve una carpeta con cerca de cien poemas mecanografiados. Comenzó a leerlos y su cara no denotaba nada. Me serví varios coñac y al rato levantó la mirada y me dijo:

    – No están nada, pero que nada mal- mi cara esbozó una leve sonrisa.

    Creo que fue un momento tan feliz como cuando Elsa, mi mujer, me dijo que había sido padre de un niño de cuatro kilos y había nacido sano y completo. Él permaneció sentado frente a mí. Tras echarse un trago me dijo que había que seleccionarlos y corregirlos un poco, ya que eran demasiado largos y las estructuras no eran las apropiadas para los gustos preponderantes. Fue una perorata sin más. Un lenguaje grandilocuente, de escaso fondo y subsumido por la forma. Trabajé los poemas y me quedé con unos sesenta. Rechacé el resto y me resultó tan doloroso como si echase a mi propio hijo de casa.

    Volví a reunirme con él y se los mostré. Le gustaron y me aconsejó que los enviara al premio Adonáis. Esperé la fecha de la convocatoria, pero cuando llegó no sé que me pasó que opté por no enviarlos. Estrujé con todas mis fuerzas el sobre ya con el sello puesto y los tiré a la papelera de mi estudio. En ese justo momento di por acabada mi ansia por ser poeta y de ser el ganador de un premio. No me veía como esos señoritos altaneros de provincia dándome la importancia de decir qué era poeta. Decidí que lo mejor que podía hacer era seguir con mis clases y seguir escribiendo sin ninguna pretensión.

    El otoño pasó y a principio de Enero una pareja de la Guardia Civil llamó a mi puerta. El cabo todo sobresaltado me espetó:

    – ¿Dónde se ha metido usted? El Gobernador Civil le anda buscando para comunicarle que le han concedido un premio en Madrid.

    – ¿Qué premio?- pregunté.

    – El Adereís o algo así- me contestó presa de su nerviosismo.

            Acompañé al cabo al cuartelillo y allí me montaron en un coche oficial para trasladarme a la Delegación del Gobierno de la ciudad. Al verme entrar en la antesala del despacho, el Gobernador se vino hacia mí y me abrazó. Me llamó hijo ilustre y no sé que más zarandajas.

    – Perdone señor Gobernador. Me puede explicar que premio he ganado, si yo no me he presentado a ninguno.

    – Hijo ganaste el Adonáis.

    – Estás seguro- le pregunté- ¿No será a otra persona?

    – Cómo no lo voy a estar aquí está el telegrama- me contestó y con una amplia sonrisa me lo enseñó.

    Volví a casa y todos estaban con la sonrisa a medio poner. Nadie decía nada. Nadie soltaba prenda. Creo que temían mi reacción. No era de buen carácter cuando me enfadaba y la verdad que si lo estaba.

    – ¿Quién envió mi poemario al premio sin mi permiso?

    – No te vayas a enfadar- me soltó mi mujer. Yo los leí y me parecían buenos por eso los mandé. Como estaban muy arrugadas las hojas las planché una por una, procurando que no se quemasen, las ordené y las envíe.

    Creo recordar que la abracé y la di las gracias murmurando. Ella se rió con ganas. Desde ese día ya no volví a dejar nada al azar. Esa vez he de reconocer que mi mujer fue mi salvación. Ahora sigo escribiendo, pero, he de confesar, que mi primera lectora sigue siendo ella.

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