A mis amigos Xóchilt y Humberto
La verdad, yo no sabía que había ocurrido. Pensé que mi esposo me había abandonado y se había ido con otra. Normalmente, se pasaba fuera una noche al año y luego regresaba a casa. Hacía ya un día que se fue. Me extrañaba que no contestara a mis llamadas y que no diera ninguna señal. Llamé a sus amigos y ninguno sabía nada. Estuvieron, según me dijeron, tomando las carnes asadas con un chingo de cervezas. Luego les cayó la banda y continuaron festejando con unos cuantos mezcales. Al amanecer, desayunaron menudo para que no les diera la cruda. Una vez con la panza llena, cada uno se fue para su casa para atemperar a su vieja, que lo más seguro estaría con ganas de armarla. Era una reunión de viejos amigos que se juntaban, una vez al año, para dar rienda suelta a sus ancestrales instintos. Así se evitaban pagar a un psicólogo. Era algo habitual para mí, ya lo tenía asumido. Sólo que esta vez era diferente. Algo en mis tripas me decía que algo había pasado. Lo normal en él era llamarme o enviarme un mensaje si se iba a retrasar. Yo sabía que esa noche me solía ser infiel con alguna piruja. Era su escapada anual. Sabía que era puro sexo y nada más. Cuando regresaba a casa, yo ni le preguntaba y menos él me contaba. Ojos que no ven, corazón que no siente. Esa era la única forma de sobrevivir en esta sociedad tan machista. Él nunca dejó de pagar mis tarjetas y nunca me gritó ni me golpeó. Es un niño grande al que le gusta hacer trastadas y nunca me negó que le gustaban las mujeres. Al principio me costó asumirlo y pensaba que si yo le daba todo en casa no lo buscaría fuera, pero eso que solemos pensar no suele funcionar. Mi madre, que por desgracia lo había sufrido con mi padre, un día que me vio llorando y me dijo que los hombres eran así, que no valía la pena malgastar fuerzas en intentar cambiarlos. Lo inteligente era mirar para otro lado y nunca dejar de ser la catedral. Al fin y al cabo, las demás eran simplemente capillitas.
He de confesar que estaba preocupada. Nunca había dejado tanto tiempo sin comunicarse. Era raro en él. Llamé a sus padres y tampoco sabían nada. Recorrí las calles que solía frecuentar por si veía su carro. Pasaban las horas y seguía sin aparecer. Así que decidí llamar a la policía y denunciar su desaparición. Hacía ya veinticuatro horas que no sabía nada de él. Pensé que le habrían atracado y como era muy chingón se habría resistido y le habrían matado. Siempre una se pone en lo peor. La policía se lo tomó a broma y me dijeron que si no conocía lo trasto y vago que era. En otro momento me hubiera reído, pero esta vez sentía que era algo más grave y me urgía que tomarán las medidas oportunas. El capitán sonriendo me dijo, con voz jocosa, que no me preocupara que estaría por ahí con alguna de sus amiguitas, que ya le conocía. Me fui para casa de sus padres y les conté lo que me había pasado en la comisaría. Mi suegro, siempre muy echado para adelante, se caló su sombrero y salió camino del cuartelillo. Mi suegra y yo nos quedamos rezando el rosario. Esta vez presentía que lo íbamos a necesitar de veras. La situación no pintaba nada bien. Al rato mi suegro apareció con varios policías y me empezaron a preguntar muchas cosas. Parecía que algo no les cuadraba y lo primero que me pidieron fue mi celular. Ellos, apartados uno metros de mí, empezaron a cuchichear y de vez en cuando me miraban de una forma que no me gustaba. Me hacían sentirme culpable de algo que ni sabía de que se trataba. No tarde mucho en saber cuál era su veredicto.
– Señora le comunicamos que usted es sospechosa del secuestro de su esposo –así de golpe me lo espetaron.
– Qué me está diciendo –respondí incrédula, como si estuviera teniendo una pesadilla.
– Todo nos hace sospechar que usted dada la forma de ser de su esposo, harta de sus infidelidades, ha mandado que lo secuestren. Esperemos que usted colabore y mande a sus secuaces que lo suelten. Sí hace usted eso y su marido no presenta denuncia contra usted, lo dejaremos como una disputa doméstica.
No daba crédito a lo que estaba oyendo. Me quedé paralizada y lo más triste era cómo me miraban mis suegros. Yo les miraba y con lágrimas en los ojos, intentada decirles que yo no tenía nada que ver con eso, pero no me salían las palabras de mi boca. Tenía un nudo en la garganta. Sentía como si me cayera de golpe en un pozo muy hondo y oscuro. Perdí el conocimiento.
Al rato me desperté y estaba en casa. Los policías estaban revolviendo todos los armarios y mi escritorio. Mi suegro me miraba con incredulidad, no se lo podía creer. Me imagino que él, un hombre que nunca tuvo problemas con la ley, ver que su único hijo podía haber sido secuestrado por su nuera, no le cabía en su cabeza. Creo que no se lo creía. Se acercó a mí y me dijo:
– Puede que ellos piensen eso, pero a mí me resulta imposible que tú lo hayas podido organizar. Sé que mi hijo no es monedita de plata, pero sé que tú le quieres y le respetas. Así que no te creo capaz de esa maldad. Hasta que no me lo demuestren fehacientemente, seguiré creyendo en tu inocencia.
– Muchísimas gracias Don Miguel, cómo comprende que yo voy a hacer tal cosa. Ni conozco a quién lo pudiera hacer. Usted sabe que me paso la vida entre la iglesia, las clases de costura, llevando y recogiendo a mi hijo de la escuela. Sabe que casi no tengo amigas y mi familia está tan lejos que la única familia que tengo son ustedes.
– Ya lo sé mijita, pero dejemos que ellos trabajen y saquen sus conclusiones. Sé que pronto seguirán otra vía distinta, pero son sus protocolos. Hay un gran número de casos que sí es la mujer la que manda secuestrar al marido, pero se cubren encargándoselo a un gatillero.
– Cómo está eso suegro.
– Muy fácil. La mujer encarga a unos malandros que levanten a su marido y que parezca un secuestro. La cantidad que piden es tan alta que ella no puede pagar el rescate y le pegan dos tiros. Aparece el cadáver en una ranchería y se cierra el caso. Suelen ser mujeres que ya no aguantan los continuos engaños de sus maridos o los malos tratos o vaya usted a saber qué les ocurre. Sólo ellas y el de arriba saben los motivos.
– A poco que eso ocurre.
– Sí mijita, así es.
– Qué mundo más raro el que nos ha tocado vivir.
– Sí y lo malo es que no apunta visos de poder mejorar a corto plazo.
– Ni modo. Verá Don Miguel como pronto me dejarán de investigar.
– Sí ya lo sé cielo. Sé que es su trabajo y deben descartar lo que es mas obvio por ser, por desgracia, lo más frecuente.
Era tarde y me sentía agotada, como si me hubieran dado una golpiza. Me fui a la cocina y me preparé un poco de fruta con yogurt. No tenía mucha hambre, pero debía comer algo para tranquilizar a mi estómago. Parecía que tenía un enjambre de abejas revoloteando dentro de mí. Me tomé un tafil y me acosté. Los policías seguían en la casa buscando no sé que cosa, pero parecía como si estuvieran a punto de lograrlo. Creo que están perdiendo un tiempo precioso, pero ellos son los que dicen que saben. Yo soy inocente, pese a quien pese. Yo quiero a mi marido y lo que nunca le haría sería ningún mal. Que era como era, lo sabía desde que lo conocí y que no iba a poderle cambiar también lo tenía asumido. Yo siempre le quise desde que éramos niños. Él se ennoviaba con todas mis amigas y a mí nunca me pelaba. Sé casó con una amiga mía del barrio, pero no duraron mucho. Un día que yo fui a ver a mi mamá le vi sentado en la banqueta tomándose unos botes y al pasar cerca de él me jaló del brazo y me dijo:
– Qué ya no saludas a los viejos vecinos.
– Sí que los saludo, pero más a los jóvenes que a los rucos.
– Eso no irá por mí que solo te saco un par de años.
– Si tú lo dices, será. Qué raro verte por el barrio –le dije.
– Vine del gabacho, mi madre anda un poco enferma. Dicen que está en las últimas, a punto de colgar las botas.
– No lo sabía, se la ve mayor, pero con su energía y carácter de siempre.
– Así es. Lo malo es lo que no se ve. Ella no lo sabe. No le dije nada para que no se preocupara, pero le queda poco tiempo. Gracias a Dios, no tiene dolores, aún de momento, pero viene muy rápido. Un día sin más nos dejará.
– Lo siento de veras Gilberto.
– Ya sé que lo dices de veras.
– Qué haces de vuelta por el rancho, solo, sin mujer ni hijos
– Los dejé al otro lado. Mi vieja me corrió y mis hijos ni me pelan. Sólo quieren que les envíe lana. Les llamo y no me contestan.
– Cuánto lo siento Gilberto
– No lo sientas, que aquí no estaba ñoquis. Te estaba esperando. Me dijo mi madre que ya no estaba con Guadalupe, que os habías separado, por eso te estaba esperando para saludarte e invitarte a unos tacos esta tardecita.
– Cómo corren las noticias. Me parece bien pasa por mí sobre a eso de las ocho y vamos a tomarnos esos tacos.
Así fue como empezó todo con una bonita cena. Él que se acababa de separar y yo que andaba en la misma chingadera. Esa noche fue muy loca. Terminamos en un motel, cumpliendo con algo que habíamos dejado pendiente de jóvenes. Creí que sólo iba a ser un revolcón, pero resultó que en pocas semanas arreglamos los papeles y nos casamos. Seguro que los culpables fueron los tacos de cabeza que cenamos aquella noche. Esa fue nuestra breve historia. En una semana nos pusimos al día de esos veinte años en que estuvimos sin vernos. Yo venía de un matrimonio muy absorbente y desgastador, y Gilberto de uno en que ni si quiera le atendían. Congeniamos y nos complementamos. Nunca nos lo dijimos, pero sé que ambos pensábamos que perdimos veinte años de nuestra vida por no haber sido valientes de plebes. Yo me hice la adolorida cuando robó a mi mejor amiga y se la llevó para San Antonio. Yo siempre decía que nunca se lo iba a perdonar, a veces cuanto mas alto escupes más pronto te cae. La vida nos hace, queramos o no, vivir todo aquello que teníamos predestinado que viviéramos. Él vuelve porque su madre estaba enferma y por una casualidad nos reencontramos y decidimos retomar algo que dejamos en el olvido. Afortunadamente llevamos ya más de doce años casados. Yo sí puedo decir que soy feliz. No sé lo que opinará él, pero creo que también lo es. El amor con los cuarenta no es el mismo que con los dieciocho, es más sereno. Eso ha hecho que levantamos muchas envidias.
La policía seguía revolviendo todo en la casa. Sólo me gustaría pedirles que si fueran tan amables me lo dejaran todo recogido como yo lo tenía, pero viendo sus caras no creo que sean partidarios de esas delicadezas. Eran puro machito de cantina, que no se cansan de cacarear su virilidad, pero que ni se acuerdan de cuando se les levantó por última vez. Pregunté si ya habían revisado mi dormitorio y me dijeron que sí que podía entrar y descansar. Eso hice. Me acosté, prendí el aire y me quedé dormida.
A esos de las ocho de la noche me desperté. Seguían rebuscando como locos. Un oficial no uniformado, de pronto, me dijo:
– Señora nos va a tener que acompañar.
– ¿A dónde? –pregunté dubitativa.
– A la dependencia. Allí le explicaremos. No haga tonterías y acompáñenos.
– Puedo hacer un pequeño petate.
– Sí señora, pero apresúrese.
Abrí una bolsa y coloqué dentro unas mudas de ropa interior y unas camisas, mis pinturitas y mi perfume, sin él parecía que iba desnuda. Bajé y vi como un policía venía para esposarme y el no uniformado le indicó con gestos que no hacia falta. Salimos de casa y en la puerta se habían juntado muchos curiosos. Algunos me daban ánimos y otros cuchicheaban, vaya Dios a saber lo que dirían. Ni los escuché ni me importaba. Las sirenas resonaban en mi interior y me recordaban a esas películas de la que ahora, por azar del destino, era yo la protagonista. Al llegar me hicieron pasar a una sala y allí estuve esperando a que llegara mi abogado. Al rato le vi pasar por la cristalera y me saludó con la mano. Entró y me comentó:
– Te llevan a la preventiva y estarás presa hasta que finalicen la investigación. Si no dan con nada que te incrimine, te soltarán. Eso no quita que eleven una denuncia y te lleven a juicio.
– Pero porqué. Yo no hice nada.
– Si ya lo sé Lucero.
– ¡Qué hago!
– Nada, esperar y rezar para que este malentendido se resuelva cuanto antes.
Se despidió y se marchó. Vi como se encaminaba hacia la libertad y como a mí me llevaban a una celda a pasar encerrada Dios sabe cuánto tiempo. Me eché en la cama y cerré los ojos. No podía hacer nada. Me encomendé a la Virgen de Guadalupe y oré. Quién me iba a decir que porque mi esposo desapareciera iba yo a estar aquí presa.
A los pocos días vino mi suegro a decirme que les habían dejado una nota pidiendo un rescate con la consabida frase de que si avisaban a la policía mataban a Gilberto. Mi suegro desesperado veía que no tenía lo suficiente. Me pidió que le ayudara. Llamamos a un notario amigo de la familia para que viniera al reclusorio para firmarle un poder para que mi suegro pudiera disponer del dinero del banco. Los secuestradores estaban nerviosos. Nos exigieron como parte del pago las dos camionetas, mientras completábamos el rescate. Debíamos dejarlas aparcadas en el estacionamiento del Cotsco con las llaves en la guantera. Mi suegro y un amigo las dejaron exactamente donde nos dijeron. Siguieron las instrucciones al pie de la letra. Me dijeron que vieron como unos plebes se bajaban de una Silverado, se montaban en las camionetas y salían quemando llantas.
A los pocos días me soltaron y me pidieron disculpas. Eso sí no me devolvieron el pasaporte. Me pidieron que estuviera localizable y que no saliera de la ciudad. Llegué a casa y me di un baño. Tenía la impresión de que todo se derrumbaba y que la casa me decía adiós. No podía explicarlo, pero barruntaba que venían tiempos duros y que había que apretarse los machos y seguir para adelante. Mi hijo vino y me abrazó. Se me quedó mirando y llorando me preguntó:
– ¿Qué le ha pasado a papá? Dime la verdad, ya no soy un niño.
– Ya sé cielo que eres un hombrecito. Papá está fuera de viaje.
– No es verdad. Me han dicho en la escuela que lo han levantado.
– Bueno, si ya lo sabes para que me lo preguntas.
– Por saber si era cierto o no.
– Sí se lo llevaron ese finde cuando se fue con sus cuates a las carnes asadas.
– Pero mamá porqué. Papá no anda en el narco o sí.
– No mi amor, tu papa no se dedica a esos negocios.
– Entonces porqué se lo llevaron.
– Por dinero no más.
– Y tenemos para pagarlo,
– Si mi amor. Aunque tendremos que hacer muchos cambios en nuestras vidas.
– Eso es lo de menos, quiero que vuelva pronto.
– Tranquilo cariño. Pronto estará con nosotros.
Era complicado poder reunir ese dineral en los quince días que nos habían dado. Empezamos a llamar a familiares y amigos. Todos nos decían que verían el cómo, pero la neta ninguno de ellos nos ayudó. Sé que pensaban que era dinero perdido y qué nunca lo recuperarían. Me puse en su piel y lo entendía. Me hubiera gustado que se hubieran retratado, pero no lo hicieron ni modo. Busqué a un conocido que se dedicaba a vender y comprar casas. La nuestra siempre le coqueteó. Sabía que estaba tasada como en unos quinientos cincuenta mil dólares. Él vino y tras decirme que cuánto sentía esta situación me ofrecía como máximo doscientos mil dólares, que era un buen precio ya que el sector inmobiliario estaba entrando en crisis y había más oferta que demanda. Era lo justo que nos faltaba para pagar el rescate. No me lo pensé. Llamé a mi amigo el notario y quedamos esa misma tarde en su despacho. Firmamos la compraventa y me entregó un maletín con todo el dinero. Le pedí que me diera unas semanas para dejar la casa y amablemente me dijo que dispusiera el tiempo que necesitara.
Regresé a casa y llamé a mi suegro para que se pusiera en contacto con los secuestradores. Les llamó y quedaron que en veinticuatro horas nos veríamos en el aparcamiento de un nuevo centro comercial a las afueras de la ciudad. Nos pidieron que no avisáramos a la policía y que si lo hacíamos como ellos decían, pronto tendríamos a Gilberto de nuevo con nosotros. Nos dijeron que en la Tacoma blanca que teníamos la dejásemos en el aparcamiento con las llaves y el dinero en el asiento del copiloto. Así lo hicimos y como la otra vez se bajaron dos plebes y se la llevaron. Recibimos una llamada en el lamparín y nos dijeron que mañana nos dirían donde podríamos recogerle.
La noche fue muy larga. No pude dormir. A eso de las siete de la mañana sonó el teléfono. Mi suegro contestó y nos dieron las coordenadas de donde estaba su cuerpo. Colgaron y la frase donde estaba su cuerpo nos cayó como una losa. Pensamos que lo habían matado. No era la primera vez que eso ocurría. Salimos en el coche de mi suegro y nos dirigimos a un terreno baldío cerca del mar. El GPS nos indicó el camino. Cuando llegamos no veíamos a Gilberto por ningún lado. Mi perro saltó del coche y corrió muy desesperado ladrando y aullando como poseso. Se paró detrás de una gran roca. Allí estaba Gilberto recostado sobre la piedra. A su alrededor había un gran charco de sangre. Me abracé a él y entre mi suegro y yo le llevamos al coche. Arrancamos a todo lo que daba el motor y llegamos a un hospital que estaba cerca. Enseguida le atendieron y lo subieron a la UCI. El médico nos explicó que era un milagro que ninguno de los tres balazos no le hubiera tocado ningún órgano vital. Si hubiéramos tardado dos horas más en traerlo, no estaría vivo. Se habría desangrado. Mi suegro y yo nos abrazamos, muy bajito me dijo al oído:
– Sabía que no habías sido tú. Nunca llegué a pensarlo. Eres una buena mujer.
– Gracias por haber creído en mí.
Me di cuenta que nada en la vida ocurre por azar. Gilberto y yo nos volvimos a encontrar cuando ambos nos necesitábamos. Vivíamos unas vidas que no eran las que merecíamos tener, sin saber cómo un día nos encontramos de nuevo y volvimos a estar juntos. Ahora arruinados, sin casa ni carros, pero muy afortunados por tener a un hijo maravilloso y a una familia que nos quiere.
Regresamos a nuestro antiguo barrio y volvimos a pisar nuestras viejas calles. Esas que un día abandonamos con la idea de mejorar nuestras vidas. Ahora sé que ambos aprendimos que volar alto tiene sus riesgos y más en este país en que la vida no vale nada. Ahora son las cuatro de la mañana y antes de que el gallo cante ya estoy levantada sin maquillarme y empezando a poner a funcionar las maquinas. Nos miramos y damos gracias a Dios por poder volver a estar juntos, y sobretodo de tener fuerzas para seguir adelante, siendo conscientes que acá no puedes vivir sin que vigilantes los zopilotes esperen tu muerte.