UNA PARTIDA DE BACKGAMMON

               Cada día al salir del trabajo visitaba a mis padres. Eran mayores, pero eso es lo de menos. Me preocupaba ver el desespero de mi madre, que se acrecentaba día a día y la iba consumiendo. Todo la entristecía y la ahogaba. Se instaló en el desasosiego. Era una mujer educada a la antigua, soportaba y justificaba todo lo que hiciera su marido. Ella asumía que su vida era la más normal del mundo. Yo intentaba hacerla ver que no era así, pero ella siempre me decía:

            – Tú que sabrás de esas cosas, mocoso, que ni siquiera tienes novia y nunca has vivido, lo que se dice vivir, con una mujer – yo sonreía mientras ella me abrazaba y me besaba la frente.

            – Algo aprendí cuando estuve con Miriam –le dije.

            – Tú qué vas a aprender. Si a los tres meses recogiste tus bártulos y te volviste a casa como perro apaleado.

            – La verdad es que tienes razón. Fueron unas breves vacaciones, parecidas a cuando acabé la universidad y me fui con Julia a pasar el verano a Lisboa, antes de que aceptara su oferta de trabajo en Bruselas. Yo no quería que ella se fuera y traté de convencerla, pero siempre tuvo sus ideas muy claras. Era más madura que yo. Para ella el amor era algo que igual que venía se iba, pero no ese trabajo que si no lo aceptaba, nunca más se lo volverían a ofrecer. Ella, tampoco quería perderme. Me invitó a acompañarla. Decía que con su sueldo, podíamos vivir los dos y ahorrar para comprar una casa en la sierra, pero como bien sabes no quise irme de mantenido. Eran otros tiempos. Ahora me hubiera ido con los ojos cerrados. Lo malo del pasado es que, cuando lo rememoramos, jamás podemos cambiarlo. Como sabes la distancia hizo el resto. Tú seguiste en contacto con ella. Si no recuerdo mal, un día quedasteis para que conocieras a su hijo. Ése que decías que pudo haber sido tu nieto.

            – Esas fueron tus primeras experiencias de pareja por así decirlo. Luego tardaste muchos años en volver a salir con nadie. Parecía que las mujeres te daban grima. A tu padre y a mí nos preocupaba. Llegamos a pensar que no te gustaban las chicas. No nos importaba que fueras mariquita. Nosotros queríamos, ante todo, que tú fueras feliz, pero no poder ser abuelos nos fastidiaba mucho.

            Mi padre estaba en su estudio leyendo y escuchando música. Prácticamente se pasaba todo el día encerrado en su cuarto. No le preocupaba nada, salvo si su equipo ganaba o perdía. Tras pasarse toda una vida viajando, se convirtió en el hombre más casero del mundo. Lo que más le apetecía era quedarse en casa leyendo y oyendo sus discos. Era un hombre feliz. Sólo esperaba a que yo llegara para echar una partida al backgammon y ganarme. Era su máxima ilusión. Seguía siendo un excelente jugador. A mi madre ya le aburría ese juego, pero cuando le veía muy taciturno le retaba a una partida. Mi ama aprendió a jugarlo desde niña. Era el juego favorito de su padre, que era libanés. Contaba mi abuelo, que un día lluvioso cuando iba a entrar al metro de Gran Vía, vio salir a una jovencita muy pizpireta. Decía que supo que era su alma gemela cuando se miraron. Él se ofreció a cubrirla con su paraguas y ella gustosa aceptó. La acompañó hasta los aledaños de donde vivía. Ella no quería que sus padres la vieran acompañada por un hombre. Mi yaya ofrecía diariamente su rezo del rosario para que la Virgen le echara una mano y le permitiera volverlo a ver. Pasaron varias semanas, hasta que un domingo coincidieron en misa. Mi abuelo la invitó a tomar el vermut. Ella, sin encomendarse a nadie, aceptó encantada. Era consciente de que se arriesgaba mucho. Si la descubrían sus padres, la regañina sería de aupa. Ella sabía que era su hombre y no le importó jugársela. No se equivocó. Se casaron en pocos meses y justo al año, nació mi madre. Luego, seguidos como el pasodoble, nacieron mis dos tías y por último mi tío, el anhelado. Mi abuelo deseaba un varón, a toda costa, para que se conservara su apellido. Todos sus hijos aprendieron desde pequeños a jugar al backgammon y, entre ellos, cada día echaban varias partidas. A mi madre, dejó de interesarla cuando murió mi abuelo, pero ella ya nos había enviciado a mi padre y a mí.

            Siempre que llegaba a casa lo primero que me decía mi padre era:

            – Seguro que vienes a ganarme, pero creo, muchachote, que aún te falta mucho por aprender  –se reía como un niño y regresaba a sus lecturas.

            Nunca le he ganado. No me duele confesarlo, pero mentiría si dijera que no me gustaría. Así que sigo esperando ese día.

            – Hijo ven a la cocina y ayúdame –me dijo mi madre.

            Me acerqué a la cocina y mientras me ponía el delantal. Mi madre me pidió que cerrara la puerta.

            – Tengo que decirte una cosa muy importante.

            – No será que estás embarazada

            – No tonto. Ni Dios lo quiera. Ya no aguantaría los berridos ni los berrinches. Acuérdate que el sereno sabía cuando acababa su jornada porque tú te dormías y dejabas de berrear. Siempre pensamos que ibas a ser tenor, pero nos desilusionaste al querer ser periodista ¡Qué se le va a hacer! no todo sale como esperamos.

            – Tendrás alguna queja –le dije sonriendo.

            – Sí bastantes, tengo cerca de los setenta y aún no soy abuela.

            – Ama. Ya deja eso, de veras. Mejor me salgo fuera y te dejo con tu frustración. Estoy harto de ese tema.

            – Ven para acá –me soltó sonriente mi madre.

            – Pero ya vale, por favor.

            Me miró y pellizcándome un moflete se rió.

            – Qué poco aguante tienes.

            – Sí, ya lo sabes. Es algo que me rebasa. Vamos al asunto que me querías contar.

            – Tu padre está perdiendo la memoria. Fuimos al médico y tras hacerle varias pruebas, le han detectado un principio de Alzheimer. Como sabes no se puede hacer nada, medicación e intentar que la memoria no se le vaya muy de prisa. Le he apuntado en unos grupos de terapia y además a clases de Chi-Kung. Acuérdate lo bien que le fue a tu tía Águeda. Parece que es genético. La hermana pequeña de tu papá se ha ido a hacerse pruebas por si acaso –mi madre calló por unos segundos y levantó sus hombros.

            Me acerqué a ella y la abracé, pero no resistí hacerla una broma:

            – Tanto deseabas un nieto, que ahora la vida te da esa oportunidad.

            – Qué ganso eres –dijo con tristeza- Nunca te tomas nada en serio.

            – Ama esto no es grave. Es un proceso degenerativo que le llevará un día a no saber quién es él y menos quienes son los que le rodean. Tendremos que recordarle quienes somos y lo principal quién es él. Sé que va ser duro, pero sabemos que esto no le matará como si fuera un cáncer. Si lo miras bien le liberará de tener que decirte que te quiere y de acordarse de cuándo es tu cumpleaños o del aniversario de vuestra boda. Va a poder vivir sin agenda y sin que le reproches su desmemoria.

            – Eso nunca ha sido para mí importante – matizó mi madre.

            – Ama, yo creo que sí que lo era. Cuántas veces te enfurruñaste porque no se acordó de tal fecha o tal otra. Siempre has sido una mujer que no perdonabas esas cosas y las reclamabas, por lo general, de unas maneras no muy ortodoxas.

            – Ya vale. No sigas por ahí –me lo dijo con los ojos enrojecidos y con algunas lágrimas cayéndole por sus mejillas.

            – Ahora te toca ser su perro guía y aprovechar cada uno de esos momentos que tiene aún de lucidez. Deberás aprender a no desesperarte, a ser más paciente y, sobre todo, a salir de ese mundo en que te refugias para no ver la realidad. Ahora ama es un tiempo de olvido y de perdonar lo que él fue o no fue. Ahora tienes que ejercer de su mujer. No te olvides que fue algo en lo que le fallaste. Dejaste de ser su esposa para ser madre.

            – ¿Qué debería haber hecho? Abandonarte con una niñera para que te educara otra persona que no fuese yo. Eso no podía hacerlo, tu abuela me hubiera matado. Tú eres mi hijo. Yo te parí y con gran dolor de mi corazón fuiste el único. No pudimos tener más.

            – Ya sé rompí la fábrica –dije sonriendo.

            – Sí te cargaste la posibilidad de que pudiera volver a parir y eso me hizo que me volcara en ti. A lo mejor si hubiera podido tener como tu tía seis, hubiera pensado de otra manera.

            – No creo. Si hubieses tenido diez hubieras sido la misma mamá gallina. Ahora es el tiempo en que te va tocar ser la mujer de mi padre.

            – No sé si sabré. Perdí la costumbre. Ya sabes siempre fue muy independiente.

            – Independiente o mujeriego, no me queda claro el término.

            – Sabes que eres muy sangrón, muchachote –me lo dijo desafiante.

            Nunca admitió que mi padre le fuera infiel. Siempre se negó a aceptarlo. Ella prefirió vivir siempre al margen de las habladurías. Cuando le venían con historias sus amigas siempre decía que ella era la catedral y que las demás eran capillitas. Así daba por zanjado el tema. Mi padre nunca le faltó a la promesa de dormir con ella todas las noches, salvo si estaba de viaje. Siempre llegaba a casa con algún pequeño detalle para ella. Sería, tal vez, un mujeriego, no lo niego, pero nunca dejó de quererla, de adorarla y de mimarla. Jamás se alzaron la voz y menos discutieron. Una vez el dueño de un bar donde solían ir a comer pensaba que era más un apaño que un matrimonio, por el cariño con que se trataban. Mi padre siempre fue muy discreto en sus correrías.

            Ahora le tocaba vivir a ella otro vía crucis, más doloroso tal vez, pues era asistir al deterioro de la atención a la vida de quien más amas. Su principal miedo era que no la reconociera y la confundiera con otra. Nos quedamos mirándonos un rato en silencio y sin preguntarla la serví un albariño. Brindamos por ese mañana que nos esperaba. Mi padre entró en la cocina y con su sorna habitual nos dijo:

            – Ya está bien de cuchicheos. Qué te cuenta éste, que se ha echado una nueva novia y no sabe si traerla o no, ya que su mamita se suele hacer amiga de todas ellas. O no es así, querida.

            – Mejor cállate, porque ya sabes a quién salió el enamoradizo de tu hijo.

            – Vamos a echarnos una partida papá, que esto se pone feo y uno ya no tiene el cuerpo para estos ruidos –abracé a mi padre y nos fuimos hacia el despacho.

            Cuando nos íbamos escuchamos a mi ama:

            – Más os vale que no os vea en unas cuantas horas. Llevaros la botella, los vasos. No me miren tanto y váyanse.

            Nos fuimos a su guarida. Empezamos a colocar las fichas, tiramos a ver quien salía y como siempre le tocó a él. Se le iluminó su rostro. Le gustaba ganarme y sentir que aún era muy superior a mí, pero sobre todo que seguía siendo invencible. Sé que un día su cabeza dejará de funcionar. No me gustaría que ese día llegase, pero sé que así será. Un día se le apagará la luz y sin querer hacerme daño ya no me reconocerá.

            Fuera ya casi es otoño. Mi ama nos dejó hace unas semanas. Su corazón se paró de tanto amar. No quiso que su único y gran amor se fuera antes que ella. No hubiera soportado vivir ni un instante sin él.      Papá anda despacio y se ha hecho especialista en recoger piñones. Su extrema delgadez le permite doblarse y agacharse para recolectarlos. Mi padre vive feliz donde ya nada es y donde la espera sólo es parte del olvido.

Publicado en Sin categoría.