UNA VIDA EN COMÚN

Era tarde y regresé a la oficina después de comer. No había mucho trabajo, pero me servía de excusa para no estar en casa tan temprano. Recién casado contaba los minutos para llegar, pero el insufrible carácter de mi mujer me hicieron que me fuera buscando alguna que otra distracción. Amantes fugaces y amigos de barra de bar. Ambos desaparecían cuando aparecía la resaca. Intenté no desesperarme y llamé a Roxana, mi secretaría. Necesitaba un café bien amargo y caliente junto a una galletitas de chocolate. Qué placer. A veces los placeres más simples son los mejores. Repuesto con mi dosis de cafeína le pregunté sin mucha esperanza a Roxana, si me quería acompañar a ver Norma. Tenía dos entradas y a Gladys, mi mujer, no le gustaba ese tipo decadente de música. No me apetecía ir solo y era una buena forma de conocerla fuera del trabajo. Llevaba poco tiempo conmigo, pero a parte de eficiente era todo un cuerpazo. Sé que no se debe decir esas cosas, pero no debemos obviar que ellas cuando hablan de nosotros dicen mayores brutalidades. Sólo que lo hacen con más decoro y reserva.

            Pasé a recogerla a las seis y media. Nunca había frecuentado esos barrios de las afueras de la ciudad. No por nada, sino porque estaban muy retirados. Siempre me ha gustado vivir en el centro de las ciudades. Llegamos pronto al teatro y nos tomamos una copa de champán. Por la cara de Roxana creo que era la primera vez que lo probaba. Llamé a Gladys para decirle que no me esperase a cenar, que llegaría tarde ya que debería ver a un cliente cuando acabase la ópera. Ella, como siempre, muy escueta me espetó un como tú quieras. Nunca supe si era un vete a la mierda o me vale. Tampoco nunca se lo preguntaba. Qué me importaba lo que ella quisiera decirme. Era una vieja amargada que se pasaba todo el día enfadada con el mundo y con quien se le pusiera delante. Creo que su mayor satisfacción era intentar humillarme delante de sus amistades o de su familia. Era algo que asumía y no me importaba. Era lo que me había tocado en suerte. Ahora sentado junto a Roxana me consideraba el hombre más afortunado del mundo. De vez en cuando la observaba con el rabillo del ojo y veía como se entusiasmaba con la música. Creo que hasta lloró escuchando el aria de Casta Diva. Me agradaba que alguien se emocionara con las mismas cosas que yo. Al salir nos fuimos a cenar a un restaurante cercano al teatro. La cena fue agradable y placentera. Conocí casi todo de ella, no paraba de hablar. Intentó contarme de forma resumida todos sus recuerdos y todas sus anécdotas de sus recién estrenados veinticinco años. Podría ser mi hija, pero noté en su mirada algo que me rejuvenecía. Algo que me alteraba. Algo que ya casi había olvidado. Nunca pensé que pudiera volver a sentir algo así por una mujer. La acompañé a su casa y con un casto beso en la mejilla nos despedimos.

            Regresando a casa puse un CD con arias de ópera y bajé las ventanillas. Me sentía invencible, capaz de serenar al dragón que me esperaba con su desespero y su incomprensión. Sé que no actúe mal, sólo pequé de pensamiento, pero no de obra, pequé a medias. Era mi primera vez con alguien tan joven. Me daba miedo estarme enamorando de alguien que bien podría ser mi hija. Las otras siempre fueron puros desahogos y más mayores. Las veía como máximo un par de veces. Era tomar una copa y a lo que íbamos. Un hola y un hasta la vista. Ahora era diferente, sentía algo en mi interior, algo diferente a lo que había vivido. Llegué a casa y sin hacer ruido me acosté. No me podía dormir. Era la sensación de que algo que se había mantenido en silencio, quería brotar y nada le podía impedir que así fuese. Me dormí e intenté olvidar esa locura. Dónde iba yo con alguien a quien doblaba su edad.

            Al llegar a la oficina estaba Roxana extrañamente atractiva. Me encerré en mi despacho y no sabía como actuar. Me comporté tan torpe como cuando tenía quince años y se me trababa la lengua y tartamudeaba delante de las chicas que me gustaban. Decidí salir del despacho y tomarme el día libre para pensar. Me alejé a la costa y en un merendero frente al mar, me senté. Pedí un café, pero rectifiqué. Necesitaba algo distinto, una cerveza bien fría. A partir de la cuarta es cuando volví a pensar en Roxana. Las siguientes fueron las que completaron mi desespero. Caminé un rato hasta un hotel cercano y pedí un cuarto. Me desnudé y dormí un rato. Me levanté con la boca reseca y lo que es peor con un dolor de cabeza que no me permitía recordar qué era lo que celebraba o lo que quería olvidar. Cerca de las seis de la tarde el hambre me despertó. Bajé a tomar un bocadillo, pagué la habitación y regresé a la ciudad. Gladys tenía una reunión con sus amigas y aproveché para acostarme.

            Pasaron las semanas hasta que un día Roxana entró en mi despacho y desprendiéndose del vestido se quedó desnuda frente a mí. Me sorprendí y me levanté a darle su vestido. Se vistió y salió corriendo. Me quedé sin palabras y lo que era peor, sin secretaria. Me daba pereza tener que volver a enseñar todo a la nueva. Llamé a Mario para quedar a comer. Creo que es mi único amigo, ese que siempre está ahí cuando lo precisas. Nunca opina, ni juzga y siempre escucha. La perfección casi. Nos reunimos en un céntrico restaurante familiar que desde jóvenes frecuentábamos. Cuando le narré lo ocurrido con Roxana, noté que se relamía de gusto. Se podía leer en su rostro un qué suerte tienes ladrón, pero con certeza no sé lo que se le pudo pasar por su cabeza. Sin ser habitual en él me dijo:

– Tú eres el mayor tonto del haba que conozco.

– ¿Por? –contesté extrañado.

 – No tenías que haberla dejado irse. Tu matrimonio está más acabado que Carreras como tenor. Búscala y vive lo que tienes que vivir. Manda al carajo a tu mujercita y a tus hijos. Vive la experiencia. Si quieres como con las otras, en silencio y a escondidas, pero no te niegues esa oportunidad, porque cuando seas mayor y lo recuerdes te tirarás de los pelos.

– No sé. Podría ser mi hija –contesté dubitativo.

– No fastidies. Qué son treinta y cinco años. Una excusa de un hombre que teme no estar a la altura de ella. Mira ellas no se mueven como nosotros, tienen un funcionamiento distinto. Ellas buscan, además de sexo, alguien que las proteja y las cuide. Sólo eso buscan. Nosotros somos los que parece que nos morimos cuando ya no se nos levanta.

  -Te haré caso y la llamaré. Tantearé el terreno por si acaso estuviera dolida por haber despreciado su ofrecimiento.

– Creo que no, pero habla con ella y te dirá que sintió y lo que desea.

– Eso haré, cuando llegue al despacho.

            Empezó a lloviznar y no traía paraguas. No me gustaba mojarme, pero no me quedaba de otra. Eran dos manzanas y los balcones de los edificios me protegieron. Llegué mojado. Puse a secar la chaqueta y los pantalones. Estaba como para recibir a un cliente. Al rato pude comunicarme con Roxana. Al principio, la noté distante, hasta que, poco a poco, conseguimos mantener un diálogo como nunca lo habíamos tenido. Quedamos para cenar y me acerqué a una floristería y le compré una rosa. Debería hacer añales que no compraba flores. Creo que desde que estaba en la facultad. A Gladys nunca le compré porque era alérgica y el primer ramo me costó tener que ir a urgencias a que le pusieran una inyección. Me acicalé un poco y me dirigí a casa de ella. Era pronto y aguardé en una esquina cerca de su casa como media hora. No quería que notara mi desespero.

            Un grupo de jóvenes se acercaron al coche y pese a tener los seguros puestos, me asusté. Recordé cuando me robaron y se llevaron mi coche recién comprado. Nunca apareció y menos mal al seguro, pude recuperar lo que había pagado. Arranqué y me encaminé al portal de ella. Allí le hice una llamada perdida, pero ella si descolgó y me contestó:

– Si quieres subir es el cuarto C, aún no estoy lista.

– Como quieras –le contesté- Si gustas subo.

– Sí, por favor, mejor así.

            Cuando subí la vi perfectamente vestida y al fondo una mesa con unas velas encendidas.

– Creo que estaremos más tranquilos aquí –acercándome una botella de vino me dijo- Si gustas, hazme el favor de abrirla.

 – Sí, cómo no, con gusto –contesté, tras descorcharla, serví dos copas y hice un brindis- Por nuestra bonita amistad –se rió y acercándose me besó.

            No sé como ocurrió, pero al momento nos volvimos locos y desnudos nos revolcamos como posesos por el suelo. Creo que hacía años que no se me paraba tan fácil. Lo más extraño es que repetimos. Me encontraba como si me hubieran quitado treinta años de encima. Apoyé mi espalda en el suelo y miré al techo. Presentí que mi futuro estaba a su lado. Era lo que deseaba e incluso podía ser padre. Lo único que no había sido. No por mi voluntad sino porque decidieron abortar, no sólo la relación, sino también al hijo que yo tanto deseaba. No era el momento de precipitarse, convenía no acelerarse. Debería saber dejar pasar el tiempo y ver como iba la relación. Podía ser sólo el deseo desenfrenado de un capricho o algo más duradero. Tiempo al tiempo, me dije. Nos levantamos y apuramos la copa de vino. Desnudos nos sentamos a la mesa y cenamos. Resultaba chocante, nunca conseguí que Gladys anduviese desnuda por la casa. Le daba cosa, decía. Siempre me regañaba por dormir desnudo y por andar sin ropa. Nunca la hice caso, pero ahora todo lo que deseaba de pronto lo tenía. A Roxana no le parecía ni extraño. Creo que nunca había encontrado a alguien que me aceptara como realmente era.

            Así pasamos más de un año, cada noche volviendo a dormir a casa, pero deseando no hacerlo. Así hasta que un día Roxana desapareció. La busqué y nunca más la pude encontrar. Fue el mejor año de toda mi vida. Ahora ando acá sentado en el salón de casa frente a Gladys. Algo cambió en nuestras vidas, ya ambos no somos tan jóvenes y empezamos a soportarnos. Ella me deja de vez en cuando que me tome un respiro y se sigue haciendo la tonta. Creo que siempre le fue bien de esa manera. Nunca discutimos y nunca le faltó nada. Cada dos años cambiaba de coche, se compraba toda la ropa que quería y cada cierto tiempo le regalaba alguna joya. También se iba una semana al año con sus amigas a un balneario. Todo era perfecto. Se podría decir que aprendió a ser feliz, a base de ignorar lo que podía yo estar haciendo. Ella siempre supo que yo tenía capillitas, pero ella era la catedral como orgullosamente decía. Ahora sé que, cuando me mira, se siente ya más a gusto. Sabe que ya nunca nadie le podrá robar a su gran amor. Ella siempre siguió al pie de la letra los consejos que le dio su madre. Nunca me recriminó mis ausencias ni el no haber sido madre, lo aceptó con resignación cristiana. Eso si tenía devoción por su ahijada a la que hace unos días le confesó cuál era su secreto para haber sido tan feliz y mantener a flote su matrimonio.

            Creo que hay cosas en las que ellas siempre serán más inteligentes. Una de ellas es saber mantener una familia y saberse asegurar el calmado amor de los últimos años. Que es cuando de veras precisamos que nos amen y nos cuiden.