VERDAD DOCTORA QUE NO ME MORIRÉ

    Vamos a brindar por este buen año que está a punto de acabar. Hemos ganado 600.000 euros extras. Desde luego si seguimos a este ritmo vamos a hacernos de oro. La verdad es que me entra un poco de remordimiento. A veces me pregunto si será justo lo que hacemos. Ya sé que son enfermos terminales y que más pronto o más tarde van a morir, de eso no hay ninguna duda. La pregunta que me hago es si sería más justo no recetarles ninguna quimio más y sólo opiáceos para calmar los dolores. Así dejar que la naturaleza siguiera su curso, pero una vez que lo hacemos ya no sabemos como volver atrás. No nos gusta regresar a las ajustadas cuentas que teníamos que llevar para llevar el ritmo de vida que siempre habíamos deseado. Tú, Juan, siempre deseaste ser médico por vocación te iba ese rollo de ayudar a la gente, pero yo nunca me planteé esa forma de vida. Yo, en cambio, estudié Medicina para poder tener esta casa, este coche, este reloj,… En resumidas cuentas para enriquecerme y tener un buen nivel de vida. Ya sé que dices que no tenemos mucho en común y es verdad. Nos complementamos. Eso decía mis padres: “Juan va a se capaz de humanizarte”. La verdad es que sí, pero he de confesar que lo que me atraía de ti, no era esa faceta de persona comprometida con las causas sociales y con ayudar a los demás. Lo que de veras me atrajo de ti, era tu gran valía profesional y tus ganas por hallar esos medicamentos que pudieran salvar vidas. Te atraía más la investigación que la práctica de la medicina en una consulta. Todos en el M.I.R sabíamos que eras un cerebrito y que, más pronto o más tarde, descubrirías algo que te haría famoso. Eso supondría aparte de un reconocimiento a nivel mundial, la contratación por parte de una de las grandes farmacéuticas. Eso se cumplió como verás eres socio de una de las cinco más grandes y cuando te descuidas alguna de las otras coquetea contigo por si acaso te decides cambiar de horizontes. Me acuerdo que al principio te hacías el ofendido y no querías que te abonaran por recetar, pero al final aceptaste unirte al mundo real. Sé que lo hiciste por no discutir conmigo. Ahora vemos que no nos equivocamos. Sólo nos integramos en el sistema, como dicen tus amigos del Club de Golf “es que fuera hace frío”. Las envidias y los celos profesionales, si no hubieras aceptado, nos hubieran hecho la vida muy difícil en este mundillo. Acuérdate de aquel compañero tuyo que se negó a recetar aquel producto para el colesterol, ya que el pensaba que con dieta y ejercicio lo bajarían casi todos sus pacientes. Le mandaron aquella muchachita que aparentaba más de veinte años, pero que en realidad sólo tenía dieciséis. Empezaron a salir y cuando fueron un día a un hotel alguien que les seguía avisó a la policía que irrumpió en la habitación buscando drogas y les pilló en pleno acto. Al pedir la documentación fue la sorpresa. Luego vino la denuncia, la condena, su divorcio y la expulsión del colegio de Médicos. Fue una pena. Lo único bueno es que no se le dio mucha publicidad. Nadie pudo probar nada. Todos comentaban lo sucedido en los pasillos y en la cafetería. El tiempo se encargó de que el mensaje llegara a cada uno de sus destinatarios. Todos lo interpretaron perfectamente. Ya la dieta dejo de existir y la hipercolesterolemia familiar era el mal de todos los pacientes. Primero la pastilla de 10 miligramos, luego la de 20 y por último la de 40. Cuando ya no servía había que cambiar a otro fármaco de la familia de las estatinas y a aumentar las arcas de las farmacéuticas. Te acuerdas cuando un día en aquel crucero por las Bahamas al que nos invitó aquella visitadora médica tan simpática hicimos las cuentas sobre los millonarios beneficios que obtenían las empresas al recetar la simvastatina. Además comentamos que si se bajara un más los niveles de colesterol en sangre aumentaría el número de pacientes que de por vida tendrían que tomar el fármaco. Ese era el negocio y nosotros sólo éramos unos más de sus empleados, eso si con bata blanca.

– Quieres que abra otra botella de Dom Perignon, cariño.

– Si por favor. Mientras me voy a poner cómoda. Por favor, puedes poner un poco de música.

– Sí ahora mismo.

    Al rato aparecí vestida con una ropa interior roja muy provocativa que había comprado esta misma tarde en una tienda que siempre me tratan muy bien.

– Así seguro no buscas por ahí lo que tienes en casa, mi amorcito –le dije riéndome.

– No eso tenlo por seguro –me respondió riéndose –nunca encontraré a nadie como tú.

    La música de Joan Manuel Serrat me hizo rememorar otros años cuando éramos más jóvenes y nos amanecía bebiendo, bailando o hablando. Cuántos días nos íbamos a desayunar un chocolate bien caliente con unos churros bien grasosos para que se nos asentara el estomago estragado por el alcohol y el tabaco. Juan nunca dejó de gustarle la marihuana siempre que podía los fines de semana o después de alguna guardia pesada llegaba a casa y se encendía su canuto. Eso sí, con otra música más apropiada. Solía escucha a Pink Floyd, Jim Morrison o Janis Joplin. Eran sus clásicas y eternas divinidades. Luego ya borracho le daba por las rancheras. Qué tiempos aquellos de escapadas a la playa casi sin maleta ni ropa. Estábamos locos, pero éramos felices. Teníamos de todo, hasta juventud. No echábamos nada de menos. Ni las ideas políticas eran importantes. Ahora cuando escucho a tantos decir que estuvieron contra la dictadura, me sonrío. De haber sido así Franco no hubiera muerto en la cama de un Hospital Público. Con el paso de los años, a veces me pregunto si esta vida que ahora vivimos nos hace tan felices como aquella que vivíamos al máximo de revoluciones. Creo que no tanto. No teníamos conciencia de la muerte, como ahora. Éramos inmortales, pensábamos que nada nos podía ocurrir. Cuántas noches de luna llena conducíamos bebiendo y sin luces por siniestras carreteras comarcales por la serranía de Guadalajara. Cuántas noches sin haber dormido nos fuimos directos a trabajar. Cuántos veranos nos fuimos a trabajar como médicos voluntarios a África y América del Sur. Sé que esos años se quedaron atrás, muy atrás. Ahora sé que nos hemos vuelto cómodos y ya no nos molestamos por nadie y menos por nada.

– Juan, no me digas que te vas a fumar otro.

– Si Cachita. Hace años que no me echo un par de ellos. Además tengo ganas de dormir. Esto más el alcohol que llevo y el relajante muscular que me he tomado creo que voy a caer redondo.

– Mejor no lo hagas. Has tomado mucho y ya no tienes veinte años, tienes más de sesenta. No creo que debas. Yo, en cambio, sí me lo voy a fumar, pero yo solita.

– Avariciosa si quieres te hago otro para ti.

– No. No quiero que me hagas otro. Creo que tu debes acostarte ya tienes los ojos muy rojos y vidriosos. No vaya a ser que te dé un patatús y yo no estoy en condiciones de llevarte a Urgencias.

– Como quieras Cachita te dejo ahí el mechero y yo me voy a dormir. Creo que ya he tomado mucho por hoy. Mua, mua Cachita. Hasta mañana.

    Juan se levantó del sillón como pudo y apoyándose en las paredes del pasillo, pudo llegar al dormitorio. Me senté cómodamente en el sillón y encendí mi maría. Las primeras caladas me hicieron toser, aunque pronto dejé de hacerlo. Notaba cómo se me irritaba la garganta. Sentí lo que desde hacía muchísimos años no había sentido una inmensa placidez. Dejé la colilla en el cenicero y me recosté. Cerré los ojos y tuve la sensación de que me deslizaba por un grandísimo tobogán. No apreciaba su final. La sensación no era desagradable. Era muy placentera. La música se alejaba y las luces se difuminaban. No veía nada. De pronto todo se quedó a oscuras. Me dio miedo. Intenté racionalizar lo que me estaba ocurriendo y desistí no era capaz de hilvanar un pensamiento lógico. Me dejé ir.

    Al rato me desperté. Me encontraba en un lugar desconocido. No sabía ubicarlo. Poco a poco me vi sentada en un despacho. Yo estaba fuera de mi cuerpo. Era yo pero más joven. Reconocí el lugar. Era uno de mis primeros despachos en un consultorio del Seguro. Creo recordar que fue mi primera plaza definitiva. Hacia más de veintitantos años. Aún estaba de novia de Juan. La verdad es que me intrigó la situación. Me hice la pregunta ¿qué hago yo aquí? Me reí y dije: “vaya, vaya con la maría que me dio el bueno de Juan. No me extraña que el se fuera a la cama” Era curioso. Yo intentaba tocar a la que era yo pero hace años, pero no podía mi mano la atravesaba. Era como un holograma. Comencé a oír mucha algarabía en el exterior. Observé como me levantaba y abría la puerta. Afuera había un numeroso grupo de mujeres gritando desesperadas. La enfermera era mi actual ayudante, pero también con unos veintitantos menos.

– Doctora tenemos un problema y gordo –me dijo con la cara muy seria.

– De qué se trata Conchí –la pregunté con sorpresa – Es el tratamiento de quimioterapia, no está dando el resultado esperado y están muy preocupadas los pacientes y los familiares. Ven como se van yendo día a día y no encuentran ninguna mejoría. Les ha llegado un rumor que estamos dando una quimio que ya no hace ningún efecto y la aplicamos porque la empresa suministradora quiere acabar con estas existencias antes de proveernos el nuevo fármaco. Sólo estos momentos es la Sanidad Pública la única que la está prescribiendo. Las clínicas privadas están utilizando unas nuevas quimios que están dando mejores resultado –la miré sorprendida y la dije:

– Conchi la verdad, no sé de qué diablos me hablas. Estamos utilizando la quimio especificada en los protocolos para este tipo de cáncer.

– No doctora – me espetó Conchi- eso es lo de menos es que se les está poniendo un genérico que viene rebajado. Tomé este diario y vea la noticia que viene en la página treinta.

    Deseosa abrí el periódico que me ofreció mi enfermera. Efectivamente en esa página venía una noticia según la cuál ciertos hospitales del Seguro en connivencia con una empresa farmacéutica estaban suministrando una quimio adulterada que no dejaba huella en las biopsias, pero que aceleraba los procesos tumorales provocando la muerte. Los beneficios eran grandes para las farmacéuticas y para los médicos que las recetaban. Iban a comenzar una investigación para dilucidar quiénes eran los culpables de tal tropelía. Levanté la cabeza y Conchi seguía ahí clavada y con los ojos fijos en mí.

– Conchi son habladurías y nada más ¿cómo comprendes que nosotros que estudiamos una carrera para sanar nos vamos a dedicar a matar? Son falsedades.

    Salí del despacho y asistí a mi cita con una compañera que tenía que revisarme unos análisis. Entré en la consulta y la cara de la doctora no era tan jovial como otras veces. Su gesto serio no me hacia presagiar buenas noticias. Me acerqué y la di dos besos y la pregunté:

– Salvo que estoy un poco más gorda que la última vez, que problema ves en mí.

– Siéntate –me dijo con voz seria – Tengo malas noticias. Tienes una metástasis muy extendida y creo que deberíamos empezar con quimio y radio para poder erradicar esa tumoración.

– ¿Qué? –le contesté fuera de mí – No puede ser, no siento nada, me encuentro perfectamente. No me ves.

– Si ya te veo, pero mandé repetir las pruebas con restos de la sangre que te sacamos y fueron los mismos. Lo siento.

– Qué hago Luisa, qué hago. No sé cómo llevar esto, como decírselo a Juan.

– Es fácil. El es médico también y está acostumbrado.

– Crees que uno se acostumbra a decirlo y a ver las caras de quien lo escucha. No creo Luisa. No nos hemos vuelto carne con huesos para sentir eso. Yo cada vez que se lo digo a un paciente sufro con él y sé si está sólo lo duro que va a ser habituarse. Luisa cómo puedes ser tan fría.

– Si lo soy, no puedo implicarme. Me volvería loca.

– No loca ya lo estás y tú sabes porqué lo digo.

– Creo que vamos a dejarlo aquí y nos vemos la próxima semana.

    Salí del despacho y regresé a mi consultorio dando una vuelta más larga de lo habitual. Recogí mis cosas y me fui a casa. Era tarde y había quedado con Juan para cenar. Me acicalé y me di mi manita de gato. Me puse mis pendientes o aretes como le gustaba decir a Juan. Su mamá era medio mejicana y siempre los había llamado así. Era, a veces, una locura entendernos. Aunque nos amábamos mucho nuestros mundos y vidas habían sido muy distintas. Juan tuvo una infancia durísima, perdió a su padre cuando tenía nueve años. Se encontraron solos, su madre y él, ya que no tenían más familia en Madrid. Su mamá decidió que lo mejor sería emigrar a México donde vivía su hermana Carmen que estaba casada con un profesor de la UNAM. Ella fue quien la convenció para que se fueran a México cuando vino a los funerales. Juan era la primera vez que iba, pero su madre ya estuvo una vez antes de tenerle y le encantó. Su tía vivía en una buena zona residencial ya que su esposo pertenecía a una de las familias de abolengo. Procedían de tierra adentro del estado de Sinaloa. Los suegros de su hermana eran grandes agricultores. Juan me contó que de joven viajaba en vacaciones a Mazatlán. Solía pasar allí los veranos y la Semana Santa. Fueron años muy felices, pero pasaron rápidos. Vino a Madrid a estudiar la especialidad y al finalizar decidió comenzar con el doctorado. Fue cuando me conoció y ya no volvió más para allá. Su mamá murió de un fulminante ataque al corazón un mes antes de que Juan viniera a España a estudiar. Sólo dejó en México a sus tíos ya eran mayores. Juan siempre fue como un hijo para ellos, ya que nunca pudieron tener familia. Le dolió mucho, pero decidió poner tierra por medio y regresó a Madrid donde nació. Mantuvo siempre una cordial relación con sus tíos y más de una vez que vinieron a verle les atendió y hospedó en su casa.

    La cena fue un poco tensa. No sabía como decirle las malas noticias. Me daba miedo, la verdad. No éramos nada más que novios. Podía decidir que no le interesaba nuestra relación. Él, con su mentalidad machista, buscaba una mujer sana para que fuera la madre de sus hijos. Yo con la quimio y la radio difícilmente podría ya ser esa madre. Yo le quería mucho. Me había convertido en su novia, madre, amiga, amante, consejera y no sé cuantas cosas más. Habíamos vivido juntos tantas cosas que me daba miedo perderle. Sabía que era un hombre de principios, pero deseaba ser padre y conmigo no lo podría ser. Lo mejor sería no pensar nada más. Sentía que me iba a estallar la cabeza. Pensé que lo mejor sería dejar que siguiera su curso y que fuera lo que Dios quisiera.

     Yo observaba y no recordaba con exactitud aquellos años. La mujer que estaba sentada en la mesa era yo. El hombre era Juan, mi novio. Era mi apartamento que tenía alquilado muy céntrico. Todo me era familiar. Me acordaba, cómo no, de aquellos años de lucha por erradicar un cáncer de colon que no revestía una excesiva peligrosidad. Las dudas que tenía de si hacía bien reteniendo a Juan a mi lado. En aquellos días sentía cómo se acababa mi mundo, ese que siempre había soñado y deseado. Los sueños dejaron de ser placenteros como lo habían sido. Fueron unos años muy duros. Era como si estuviera viendo una película. De repente me veo terminando mis sesiones de quimioterapia. En la consulta de Luisa diciéndome que ya se había terminado el tratamiento y que el cáncer había desaparecido. Sólo tenía que asistir a los controles cada tres meses los dos primeros años, cada seis los dos siguientes y luego cada año. Miré y sí estaba Juan a mi lado. Muy cariñoso tanto que no me parecía él. Hacía tantos años que ya no era así, que me parecía que nunca lo había sido.

– Tuviste suerte, procura cuidarte. Ya sabes que la quimio que te dimos no era la que teníamos en el hospital. Solicitamos a nuestros colegas de la privada que nos pasaran el nuevo fármaco que ellos estaban utilizando. No te lo dijimos ni Juan ni yo conociéndote. Te hubiera entrado cargo de conciencia y a lo mejor no hubieras aceptado.

– Qué bien me conocéis ambos. La verdad es que me da pena saber que por el hecho de pertenecer a este colectivo haya tenido un trato diferente. Es duro no sentirte un poco mal. Ya sé que la vida es injusta y que si te detienen en un control de alcoholemia y eres del cuerpo, pueden que te dejen pasar sin soplar, pero esto no es lo mismo.

– No es lo mismo Cachita –me dijo Juan – No es lo mismo, lo importante es que estás ya definitivamente curada. Eso es lo importante. Lo otro son bagatelas sentimentales. Son la letra de un tango inacabado de alguien que una vez le engañaron. Qué bueno que se enteró. Cuántos habrá que se mueran y no se enteren Cachita. Esto es lo mismo. Tú das un tratamiento que debe funcionar y no te preguntas más. Es como la obediencia debida de los militares. Tú recibes órdenes y las debes de cumplir. Yo tengo que estar agradecido, pedí ayuda y me la concedieron. Eso es todo Cachita.

    Salimos del centro médico y nos fuimos. Juan me acerco al trabajo, tenía tiempo el entraba más tarde. Aquel día sentí que el mundo ya no era como queríamos que hubiera sido. Era, a fin de cuentas, como a ciertas personas les interesaba que fuera. Nosotros éramos simples juguetes en manos de unos seres que se creían dioses y se arrogaban la capacidad de decidir quién vivía y quién moría. Yo tuve suerte. El pulgar lo levantaron hacia arriba.

    Sentí que despertaba y estaba de nuevo en casa en el sillón. La copa de champaña estaba aún fría y la música era una canción de José Alfredo Jiménez. He de reconocer que al principio no me gustaba nada esa música de cantina y de borrachos, pero a poquitos me fue llegando al corazón. Hasta que llegó el día, que me terminó gustando. Juan tenía la costumbre de escuchar y bailar las cien de José Alfredo después de tomarse las uvas. Era un ritual que duraba más de cinco horas. Era su única rareza o al menos que yo le haya conocido. Me fui a la cama. No tenía que madrugar, pero si ir a trabajar. No me volví a acordar de ese sueño, es más creo que tampoco se lo conté a Juan. Me hubiera prohibido seguro que probase la maria otra vez. Era muy extremista para esas cosas. Siempre decía que en la vida el cuerpo te avisa y el día que te dice hasta aquí, si eres inteligente le haces caso, sino ya puedes imaginarte el lúgubre final que te espera.

     Sonó pronto el despertador, Juan seguía roncando y todo espatarrado en la cama. Decidí no despertarle. Era mejor que la durmiera. Así estaría de mejor humor cuando volviera en la tardecita a casa. Le tomé prestado su coche y me fui a trabajar. Entre en el despacho y en la antesala Conchita estaba clasificando unas recetas. Me miró de arriba abajo. Movió la cabeza y me dijo sonriéndose.

– Parece que traes buenas noticias.

– Sí gracias a Dios sigo limpia. Después de tantos años siempre que voy a revisión me entra la duda. Tengo aún miedo a que reaparezca. Sé que algunos somos más propensos que otros a recidivas, por eso no bajo la guardia o no es verdad.

– Si Doctora hace bien. Es lo más recomendable. Hacerse las revisiones anuales. Sabe que cada vez que me dije que sigue limpia me da una gran alegría.

– Si, ya lo sé Conchita. Pásame a la primera cuando puedas.

    Entró una señora de unos treinta años. Muy preocupada con un sobre muy grande con todos sus informes. La miré a los ojos y me percaté de su miedo, de sus ganas de llorar y de su desesperación. Me agarró con fuerza de las muñecas y mirándome fijamente a los ojos me espetó:

– Verdad Doctora que no me moriré.

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