Sonó el timbre. La hora crucial había llegado. Por el pasillo corrían como locos los recién llegados de los primeros curso. Escondidos tras las escaleras, vimos como, el verdugo, salía de su despacho dispuesto a cercenar nuestras cabezas. Era una prueba sorpresa. Creo que era la represalia a nuestra imprudente forma de actuar. Ni cortos ni perezosos amarramos una rana en el asiento del profesor, cuando se sentó oímos su quejumbroso croar. El maestro se asustó tanto que pegó un grito, eso sí un poco amanerado, lo que causó la risa de todos nosotros y el enfado de él. Ninguno de nosotros pensó, cuando entró en septiembre por primera vez en el aula, que fuera así. Aparentaba ser una persona muy educada, cortés y servicial. Se asemejaba más a una mosquita que a una terrible fiera, pero descubrimos que su carácter era muy especial, casi rozaba el sadismo. Se parecía más a un molesto tábano siempre dispuesto a picarnos. Descubrir cómo era en realidad, nos hizo mella en nuestro corazoncito. Descubrimos, por primera vez, que las apariencias engañaban mucho más de lo que podíamos imaginar.
Entramos en clase y corrimos para ocupar los mejores puestos dentro del aula. Nuestra intención era muy clara, encontrar el lugar perfecto donde poder copiar y no ser pillado. Los pánfilos y los empollones se quedaron sin sus sitios, como era habitual los días de examen. Solían sentarse en las primeras bancas. Sabíamos que don Eustaquio se solía colocar al final de la clase a vigilar, ya que así podía ver por la ventana como las mujeres del pueblo lavaban la ropa en la orilla del río. Nada más erótico que verlas como se movían para dejar muy limpia su ropa. Algunos, entre ellos yo, guardábamos un puesto para el “ministro”. Un chaval de pelo ensortijado y de ojos azules que también le llamábamos el “califa”, desde que un día en el telediario comentaron que los descendientes de los moros como el Presidente de la Junta de Andalucía, el Escudero ese, tenían esos rasgos. Ese mismo día en el comedor uno saltó y gritó: “Carlos el empollón será a partir de hoy Carlos el califa” y creo que, en el fondo, salió ganando con el apelativo. El otro que tenía mejor no recordarlo. Sonaba bastante grosero para los oídos puros y castos de unos seminaristas.
Nuestra vida en el internado era dura, pero comparada con la hambruna que se padecía en nuestros pueblos, no lo era tanto. Podíamos decir que nos encontrábamos en Baden-Baden. Todos los días de la semana teníamos desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena. Qué más podíamos pedir. La semana antes de vacaciones era una locura. Todos acopiábamos panes y frutas, sin que nos vieran, para llevarlas a casa. Los Padres seguro que se daban cuenta, pero hacían la vista gorda. Ellos sabían, de verdad, de nuestras carencias. No como esas emperifolladas señoras que nos visitaban todos los jueves para acallar sus conciencias. En nuestras casas, si bien les iba, hacían una comida al día, sobre todo en invierno. En verano era diferente. La tierra era muy fértil y todo lo que plantaras se daba. Lo mejor los tomates, esos gordotes que, recién arrancados de la mata, se los comía uno a mordiscos. Te sabían a gloria bendita. Luego estaban los largos paseos por el coto de un señor que vivía en la capital y que venía durante los meses de octubre a febrero a cazar. Juan, el guardés, era en su tiempo libre el monaguillo del pueblo. Era uno de los nuestros. Me trataba bien, no fuera que por esas cosas de la vida me ordenara y terminara siendo su jefe. Mis hermanos y yo nos saltábamos una barda que rodeaba la finca y ayudábamos a que no se convirtiera en un conejal. Colocábamos las trampas cerca de las madrigueras para cazar conejos y liebres. A veces llevábamos el hurón de don Nicasio y lo metíamos por una de las entradas y aguardábamos con una red a que salieran para atraparlos. También utilizábamos las ligas para los pajaritos, el perdigón para atraer a las perdices. Estas actividades nos permitían surtirnos de carne durante el verano. Nuestra alimentación la completábamos con los cangrejos que atrapábamos en el río y con los peces que pescábamos, que por lo general eran barbos y truchas. Gracias a Dios los veranos en el pueblo eran placenteros, lo dificultoso era el crudo invierno.
El internado tenía sus ventajas e inconvenientes. Las ventajas era que no pasabas tanto frío como en el pueblo, adquirías una educación y la principal comías. El padre Cosme, el cocinero, nos preparaba en cuaresma unos potajes que uno se relamía. Sus cocidos tampoco desmerecían y sus alubias engañadas menos aún. Se llamaban engañadas porque las enseñaban el chorizo y el tocino para que le dieran sabor junto con el hueso de un jamón. Creemos que debían de guardarlos muy bien, ya que nunca tuvimos la suerte de encontrárnosla en el plato. El hueso sí lo conocíamos. Estaba siempre colgado en la cocina y nos decía riéndose el padre prior que eran los huesos de un mal alumno, muy travieso y que nada le hacían los castigos. Hasta que descubrieron que lo que peor llevaba era que le inmovilizaran. Ese era su mayor castigo. Cuenta la leyenda que un padre le castigó y le ató con una cuerda en la despensa, pero llegaron las vacaciones de verano y no se acordaron de él y se quedó allí colgado. Gritaba y gritaba, pero nadie le escuchaba, ya que el internado se quedaba sólo los veranos. Aunque ese verano fue muy largo, duró casi tres años. Al final lo recuperaron tras la guerra y el señor Obispo hizo entrega a la orden en una acto solemne un caluroso día del mes de mayo de mil novecientos treinta y nueve. Entonces fue cuando le encontraron muerto y reseco al desobediente seminarista. Cuentan que lo dejaron sin enterrar como escarmiento para los malos alumnos. Creo que no es verdad, pero el padre prior lo cuenta tan serio, que hasta ofendería no creerle.
Estábamos a final del curso. Llegaban los exámenes finales y las renovaciones de las becas. Si no conseguías aprobar, no tenías la ayuda económica y regresabas a casa. De ahí la importancia de conseguir buenas notas o al menos no suspender. La verdad yo iba bien en todas las materias salvo las matemáticas. Eran para mí un suplicio. Creo que este año sería la única que me podría quedar para septiembre. Eso sí, me tocaría ir a la casa del cura del pueblo a clases durante todo el verano, para así poderla aprobar en los exámenes extraordinarios. No era gratis. Llevaba como penitencia el asistir como monaguillo todos los días a misa de siete de la mañana y a la de seis de la tarde. Los domingos eran dos más, la de las doce de la mañana y la de ocho de la noche. Era el precio por no aprobar. Además me venía bien para ir aprendiendo el oficio para el que me estaba preparando.
Yo tuve la suerte que me mandarán a estudiar, mis otros hermanos se quedaron en el pueblo ayudando a los padres. Las tareas de la casa eran para las mujeres y los trabajos del campo para los varones. Mi hermana Cecilia estaba deseando tener la edad para irse al convento. Ella decía que más duro que la vida en el campo, no iba a ser la vida en la congregación. Yo siempre le hablaba de lo bien que comíamos y lo mejor la merienda del jueves que nos daban un trozo de chocolate y pan. Ese día lo esperábamos como agua de mayo. Ambos nos relamíamos, sólo con evocarlo.
Ya estaba todo a punto, no quedaba nada para que comenzara mi último examen. Había rezado a todos los santos para que fuera fácil y pudiera aprobar y me librase de ser monaguillo, ya que lo que más me daba miedo era entrar por las noches a apagar las velas y quitarles el esperma. Esa tenebrosa oscuridad y el crujir, a veces, de los asentamientos hacia que se me encogiera hasta el alma. Era como cuando en invierno en el internado, el fuerte viento soplaba y hacia que chirriasen las contraventanas o los golpes de las ramas de los árboles en las ventanas. No sabría decir que me daba más miedo, si la soledad de la iglesia o su oscuridad.
Volví en mí al escuchar: “Primera pregunta” eso de primera me sonaba al Wilder con su Primera Plana, pero aquí el ahorcado era yo. Había comprado todas las papeletas para que en esa evaluación me tocase de premio el suspenso. Pero que se le iba a hacer, a lo hecho pecho y a lo dicho trecho, como decía la abuela en casa, si no era eso, era algo parecido.
– Primera pregunta. Calcular el segmento que corta una curva…. de…- me sonaba a chino. Había leído en el periódico que daban becas para irse a China para aprender su cultura y su lengua. Yo desde luego que, con gusto, echaría la solicitud. Un nuevo país, una nueva vida y lejos de esta continua zozobra.
– Segunda pregunta. Calcular cuantos grados tiene un sector que….- era tan seguro el suspenso que me evadí y me fui a mi mundo en el encontré todos aquellos seres que tuvieron para mi importancia, ya que vivían en mí.