YO MISMO

                                                  A mi amigo Juan Manuel Morillo Velázquez

            En aquellos años a todos nos tocaba hacer el Servicio Militar, a unos antes y a otros después. En mi caso, aproveché al acabar el primer año de la universidad para irme a hacer un hombre en el Glorioso Ejército Español. Opté por quitarme la mili cuanto antes. Así que me puse manos a la obra y traté de incorporarme lo más pronto posible a filas. Hablé con todos los profesores que me iban a dar clase el próximo curso. Fueron muy amables y me facilitaron las cosas. Me cambié al turno de nocturno. Sabía que no podría asistir a todas las clases, como me hubiera gustado. Las asignaturas teóricas las podría estudiar durante las tardes, mientras mis compañeros, seguro, se irían a tomar unas cervezas y a fumarse todo lo que se pudieran fumar. Yo, por el contrario, me sentaría delante de los livianos manuales. Al no hacer milicias universitarias, mi destino como soldado raso fue el botiquín. Allí, con seguridad, no tendría mucho trabajo y podría estudiar todas las horas que me apetecieran.

                 Me incorporé en octubre a filas. Nos citaron a las nueve de la mañana en el campamento. Mi padre me llevó al cuartel muy temprano. Esperé a que levantaran la barrera para poder entrar en las instalaciones. Allí comencé a vérmelas por primera vez solo y lejos de casa. Los meses pasaron, pero no tan rápidos como yo deseaba. Las visitas de fin de semana a mis padres se fueron espaciando. No porque me llevara mal con ellos, más bien era porque la vida me iba abriendo otras expectativas. Mundos que desconocía y que ahora, sin saber por qué, me atraían.

                    Llevaba tiempo intentando conseguir una calavera completa, pero lo que me ofrecían eran cráneos y quijadas sueltas. Mi madre sabía que era mi ilusión e intentó conseguírmela a través de uno de su pueblo que trabajaba en el cementerio. Yo, cada vez que hablaba con ella, le preguntaba. Ella siempre tuvo la misma respuesta, no sé nada aún. Yo llegué a pensar que esta si que era una misión imposible y no la de la tele.

                    El día de Reyes no nos dejaron salir del acuartelamiento y mis padres se acercaron a traerme los regalos que me habían dejado el rey Gaspar en casa. Aparecieron con una caja grande, envuelta con un papel rojo muy chillón y un gran lazo. Cuando la abrí, ignorante de lo que contenía, me llevé una gran sorpresa. No era una bufanda ni un jersey ni unos calcetines como era costumbre. Era una calavera completa. Creo que nunca me había emocionado tanto un regalo. La duda que me entraba era como iba a ponerle. Observé que era de un varón y decidí llamarla Pepe, en honor del amigo de mis padres.

                    Les confieso que con Pepe en mi poder, me sentí como un niño con zapatos nuevos. Se la mostré a todo el que se dejó. Además para más inri, la coloqué en mi mesa del dispensario. Dado mi carácter, gasté algunas bromas a quién se acercaba los primeros días al consultorio.

                     Siempre fui una persona muy pacífica. Al ir a las prácticas de tiro, casi me caigo, no por el retroceso, sino más bien por el estruendo de los disparos. Creo que perdí parte del oído a causa de las detonaciones. Reconozco que a pesar de mis ideas pacifistas, no me lo pasé mal durante el año que me tiré en el ejército. No creo que me hubiera hecho militar, pero sé que me sirvió para comprender más a los demás. Yo renegaba por tener que levantarme a las seis de la mañana y del rancho, pero un chaval lucense me decía que para él esto no era nada duro y que eran unas vacaciones pagadas. Decía que no sabíamos apreciar lo que era poder tener una cama limpia y caliente; un desayuno, una comida y una cena; ropa limpia y planchada. ¡Qué más se podía pedir a la vida! Vida dura la que él llevaba en su pueblo. Levantarse a las cuatro de la mañana para ordeñar las vacas y luego sacarlas a pastar. Ir a realizar las labores de las tierras y al final del día ir a recoger el ganado y darle de comer. Eso sí que es duro, no esto. Bien mirado tenía razón.

              Se pasaron pronto los meses y casi sin enterarme me licencié. Volví a vestir de paisano y salí del cuartel con mi maleta. Dentro iban mis libros y como no mi calavera. Regresé a casa de mis padres y proseguí mis estudios. Siempre Pepe estaba a mi lado. Creo que tenía vida propia. En ella era donde depositaba todas las cosas que me preocupaban y me entristecían. Gracias a eso llegué a ser quien soy ahora. No me pregunten cómo soy porque la verdad no sabría decirles cómo soy.

            Acabé mi carrera a los cinco años y me puse a trabajar. Lo que les voy a contar ahora podrían pensar que no estoy muy cuerdo, pero como diría un amigo mío “me vale”. Sentí que Pepe estaba triste. Y todo se dio como si de un guión cinematográfico se tratara. Ese año al partido en el gobierno se le ocurrió legislar que no debía haber en las escuelas ni universidades restos de seres humanos. Eso provocó que muchos esqueletos regresaran a los osarios violando los deseos de quienes los donaron. Hete ahí que de pronto siento como si una calavera me hablase y creo entenderla. Me dice que se llama Lola y que quiere conocer a mi Pepe. Yo pensé que era una cámara oculta o una broma de un grupo de mis aviesos alumnos. Miré a mí alrededor y comprobé que no había nadie. Ni corto ni perezoso me acerqué al basar donde estaba Lola y la guardé en la mochila. Al rato llegaron mis compañeros y vaciaron raudos todos los estantes. Un poco más y Lola hubiera terminado hacinada en un saco de arpillera y llevada Dios sabe dónde. No sé dónde recalaría un pigmeo que teníamos disecado, un maorí y otras cuantas donaciones de un catedrático muy aventurero de finales del diecinueve. Ahora nos reímos, pero en Bélgica hasta bien entrados los años treinta del siglo veinte, había un zoo humano donde se exhibían las diferentes razas de sus colonias.

              Llovía a mares. Parecía una película de suspense. Me quité la ropa mojada y me duché para no resfriarme. Abrí la puerta del armario y saqué a Pepe. Se le notaba como excitado. Era como si la hubiese olido. Quise explicarle que era un regalo, pero creo que no hizo falta. Me sentí como un dios menor. Había conseguido a mi Adán su Eva. Él esperaba impaciente a que la sacara de mi mochila. Su estado me recordó al mío, cuando abrí el regalo de mis padres y le encontré. No me demoré más. Sé que a Pepe le interesaba ver más a Lola, que escuchar el discurso que les había preparado. Opté por ponerlas una enfrente de la otra y con un aquí Lola aquí Pepe. Las dejé a solas. Apagué la luz y las deje que intimasen. Ahora cuando me fuera a la escuela Pepe ya no estaría solo en el armario. Se preguntarán porqué los guardaba. Muy sencillo. Yo no vivía solo y a mi pareja le daba yuyu. Si fuese por ella, ya habrían salido ellas por la puerta y a mí al ratito me hubiera internado en el manicomio. Cuando se vive con otra persona siempre se llega a acuerdos, salvo en estos temas que resultan un poco raros. Reconozco que no es muy normal tener una calavera, cuánto más dos. Ella era un poco más siniestra. Se había traído un jibaro de su casa de Ecuador. A mí al principio me aterraba, pero al final ocupó la parte más alta de la pared del salón. Ese era su lugar, como el de Pepe era un estante del armario de mi despacho. El pacto era que si quería que compartiéramos el despacho, Pepe no podía estar sobre la mesa. La verdad es que me daba pena cuando me iba a la universidad y le dejaba solito, pero ya, gracias a Dios, Pepe ya no lo estaría más. Tenía a su encantadora Lola.

            Pasaron los años y mi pareja decidió regresar a su país. La verdad yo la deseé que encontrase la paz que a mí me dejó. Lo bueno es que no se fue sola sino que también se llevó a su jibaro. Yo creo que la ruptura no le dolió en absoluto, ya que no gastó ni una sola lágrima y menos aún una de esas de cocodrilo. Creo que cuando cerró la puerta sonrió. Aunque Pepe, Lola y yo también respiramos. Ahora teníamos toda la casa para nosotros. Ya no tenían que vivir encerrados en el armario.

              Cuando venía a casa alguna amiga volvían a su guarida, ya que algunas decían que se asustaban. Yo no estaba por perder el tiempo en discusiones metafísicas, por eso lo mejor era chica nueva, ellas al armario. Si la relación cuajaba se las presentaba. Aunque nunca olvidaré sus caras de sorpresa o de estupor. Alguna pensó que no estaba completo, pero quién lo está en este mundo.

            Cambié de casa varias veces y siempre venían conmigo. Confieso que alguna vez estuve tentado a dejarlas, pero al final me daba cosa. No sabía si acabarían en la basura o lo que es peor en manos de la policía y en este caso lo difícil sería explicar cómo habían llegado a mis manos. Descarté esa opción. Así que decidí que donde yo fuese, ellas vendrían conmigo.

            Una de las veces en que me mudé alquilé un piso tan pequeño que ni casi los tres cabíamos. Era menor que un estudio. Creo que no tenía ni dieciocho metros cuadrados y para colmo con los techos inclinados. No había otra solución si quería vivir en el centro. Era un buen lugar, aunque la primera noche la pasé un poco nervioso. No sé si era por la novedad del lugar o por la ausencia de quien hasta hacía unas semanas había ocupado mi corazón. No sabía como llamarla, tal vez sanguijuela, ya que me chupó la sangre y se largó. Fue algo muy extraño, tanto que nunca pude explicármelo. Lo viví, lo sufrí y me liberé cuando al final decidió abandonarme. Pasó mucho tiempo hasta que su recuerdo se perdió en el limbo de los olvidos. Sólo deseo que ella consiguiera encontrar a alguien con quien complementarse y ser feliz.

            Me relajé con una tisana y convoqué a una reunión a mis inseparables Pepe y Lola. El orden no es por cuestiones de machismo, sino el orden en que llegaron a mi vida. Sólo nos faltaban unas velas y unas columnas para empezar la tenida. Las noté expectantes. Eran las primeras que intuían si algo pasaba. Así que las expliqué la situación. Estábamos en lo más alto del edificio, por encima sólo el cielo. Ellas se sintieron cómodas. Creo que les daba igual el sitio. Aunque las noté un poco desaborías. Cerré los ojos y dejé mi mente en blanco. Me relajé. Era lo que más falta me hacía. Hacía varios meses que no lograba relajarme. Tal vez debería haberme tomado un trago, pero nunca me había gustado el alcohol. Hasta ahora yo solito conseguía evadirme de la realidad, sin ninguna substancia. Aunque esta vez, raro en mí, no podía.

            Al rato abrí los ojos y percibí que Pepe y Lola estaban expectantes y mirándome. Casi me estaban escaneando. Yo pasé de ellas. Les pagué su abulia con la misma moneda. Las metí en su bolsa y con un simple adiós las coloqué en el estante superior del único armario que tenía la casa.

            Este lugar me hacía sentirme extraño. Sentía algo singular. No sabía si era Pepe y Lola, o era que la casa estaba ubicada en algún punto extraño o tal vez no tuviera un Feng Shui adecuado. Una amiga que era vidente me hacía hincapié en que veía a un hombre y una mujer apoyados en la pared. Yo pensé que tal vez fueran Pepe y Lola, pero ella me dijo taxativamente que no. Que eran un matrimonio que debió vivir en la casa. Pregunté a mi casera y me dijo que efectivamente era cierto. Eran unos rumanos que vinieron a España tras la Segunda Guerra Mundial huyendo del comunismo. Eran muy cultos y educados.

            Yo sentía que había algo excepcional. Durante las noches oía ruidos y, lo más curioso, se solía abrir la puerta del baño. Intenté contactar con ellos, pero nunca pude. Mi amiga Verónica decía que ella si podía, pero decidí mejor no pedírselo. Sabía que ellos sólo deseaban permanecer en lo que fue su casa durante más de sesenta años.

            Un día mi vecino que era muy parlanchín y vivaracho, me dijo entre risas “que tal con los viejecitos” Sin atrabancarme le contesté:

            – ¡Qué viejecitos! –él se rió y con su sorna prosiguió:

            – A poco que nunca los has sentido. No me lo puedo creer. Dicen que algunos días de luna llena se les ve mirando el cielo desde el tragaluz.

            – No, no les he visto nunca –respondí con ganas de dar por acabada la forzada conversación.

            – Bueno ya los verá algún día por eso se marchó el anterior inquilino. Le aterraba verlos. Sentía tal pavor que a veces salía corriendo de la casa como si le siguiera el diablo. Con sinceridad yo nunca los vi, pero su predecesor me contó que más de una noche le levantaban las sábanas y le jalaban del dedo gordo del pie. O sea que ya está avisado. Si acaso le ocurre es el señor Popescu. Ella es más tranquila, sólo le da por encender el fuego de la encimera –puse cara de asustado y el sonriendo continuo- Eso es broma. Lo de los pies y la sábana es verdad o al menos eso me aseguró el anterior inquilino.

            – ¿Qué les pasó? –pregunté

            – Nada especial. Eran una pareja muy mayor. Él tenía casi los noventa años y ella los ochenta y tantos. A ella le descubrieron un cáncer y tras unos años de dolorosos tratamientos se le extendió a bastantes órganos del cuerpo. El médico le dijo que era cuestión de semanas. Una tarde decidieron salir a comprar varias latas del mejor Beluga y unas botellas de champán Cristal. Se vistieron con sus mejores galas y cenaron viendo la ópera de Wagner El holandés errante. Se tomaron una tisana con hojas de amapola a la que añadieron dos cajas de valium. Poco a poco, envueltos con la grandiosidad de Wagner fueron cayendo en un apacible sopor. A los días el olor les delató. Vinieron los bomberos a abrir la puerta y la policía. Cuando entraron los encontraron tumbados en la cama abatible del salón cogidos de las manos y mirándose el uno al otro. Creo que él no quería que ella sufriera más y él no tenía deseos de sobrevivirla. No hubiera sabido vivir sin ella. Pasaron toda una vida juntos. Nunca se separaron, donde iba uno, iba el otro. Esa es su historia –se quedó mirándome y yo como buen jugador de mus ni pestañeé. No dije nada, salvo un leve adiós y me subí donde residían sus almas.

            Ahora me explicaba porque un apartamento tan céntrico se alquilaba tan económico. Yo me hallaba feliz. Aumentó la familia Pepe, Lola y la pareja de rumanos. Casi podíamos celebrar una fiesta.

            Intenté serenarme e invité a Verónica a cenar a casa. Hice una pasta y preparé una limonada. A las ocho en punto sonó el timbre y apareció ella con dos botellas de vino tinto.

            – No crees que te van a sentar mal dos botellas para ti sola –le dije

            – No son para mí sola, cagalisto. Yo ya llevo una dentro. Son para que te las tomes y te relajes, que falta te hace –me dijo con una amable sonrisa.

            – Ya sabes que no tengo un buen beber.

            – Sí ya me percaté la última vez. Vomitaste sobre mi falda de terciopelo.

            –    Tampoco hace falta recordar los detalles simpática –apunté sonriendo.

            – Jajá –soltó una estentórea carcajada –Bueno te voy a servir una copa y no olvides que aquella manida frase vino e veritas.

            – Sí conozco la frase, pero no pienso tomarme ninguna copa –le dije, ella me miró extrañada como si no fuera capaz de ser cierto lo que oyó.

            – Seguro que sí te la vas a tomar, cuando te cuente algo que me ha sucedido –la miré impaciente y vi como bebía. Era con ansia, poco habitual en ella –He ido al médico y me ha diagnosticado que tengo un tumor en el cerebro y que por eso es por lo que veo y oigo cosas extrañas. Me dan unas semanas de vida. No es que me preocupe, pero te lo vengo a decir. Sé que has sido alguien importante para mí, no como pareja ya que eres un verdadero desastre, pero sí como amigo con derecho a roce. Eso fuimos durante los meses que vivimos juntos. Hasta que llegó esa chica estúpida que te robó el corazón. Te estuvo bien empleado cuando se escapó con el motero cacha, pero reconozco que desde que te quedaste solo, siempre estuviste pendiente de mí. Te lo agradezco de veras. Lo que quería pedirte es que si podrías quedarte con mi gato cuando yo falte. Sé que no te gustan las mascotas, pero es como el hijo que nunca tuvimos. Te dejo la casa donde yo vivo, así Minino no tendrá que salir de su entorno y tú si quieres puedes vivir allí. Dejé un dinero en un fidecomiso para que paguen a Patro todas las semanas hasta que se jubile. Así mismo, para la luz y el agua. Sé que los gatos no viven tanto, pero tú tal vez sí, mi amor. Sé que tú quieres llegar hasta los ciento diez años o al menos eso decías. Sí te encargo que me entierren en esa tumba que compré hace años frente al mar en Menorca. Lo demás ya sabes. Los libros y mis ropas son para mis hermanas, para ti el gato y la casa –la escuché en silencio y no sabía que decir, pero armado de valor a pesar del nudo que tenía en la garganta le dije:

            – De acuerdo Verónica eso haré. Yo sólo te pido un favor, cuando te mueras si ves a los rumanos habla con ellos y diles que caminen hacia la luz y que no se queden aquí varados –ella me miró y me dijo:

            – Mejor díselo tú. Ellos ya te conocen y te cuidan. Lo que tienes que hacer es desprenderte de los restos de Pepe y de Lola. Ellos no decidieron estar contigo y tu los tienes prisioneros. A ellos son a los que deberías liberar –sonreí y observé como Verónica sacaba dos canutos de mariguana y sonriendo me ofrecía uno. Me miró con esa cara de niña buena y tras encenderlo me lo pasó. A la vez que me decía:

            – Por los viejos tiempos. Sé que ya no fumas, pero me gustaría que hicieras hoy una excepción con la maría y con el vino.

            – De acuerdo lo haré y la verdad es que no sé que decirte. Yo no sé si sería capaz de tener la serenidad que tú tienes, pero te cumpliré con el gato y con tus deseos.

            Hubo un largo silencio y un intercambio de profundas miradas. Conocí a Verónica hacia más de veinte años en una asociación que se dedicaba a cuidar enfermos desahuciados por la enfermedad y por la sociedad. Un verano nos fuimos a la India con unos religiosos y allí se fraguó nuestra amistad. Vivimos una relación más profunda de casi un año y que pronto, por higiene mental, olvidamos. Nunca dejamos de ser amigos. Llegó a convertirse en la hermana que siempre deseé tener.

            A las semanas Verónica falleció en su casa de la sierra. La trasladamos a la isla donde ella quería que ser enterrada. Ella siempre deseo volver a su Mahón. Ese lugar que abandonó cuando tenía veinte años para venirse a trabajar a la península. Yo regresé de la isla ese mismo día en el último vuelo. No quería rememorar los años que allí pasé destinado. Guardaba muy bellos recuerdos. Fui muy feliz y no quería que el pasado me atrapara y deseara regresar de nuevo a vivir allí. Cerré los ojos al despegar e intenté no mirar atrás. Llegué a la casa de Verónica y lo primero que hice fue dar de comer al gato. Sentí algo en el ambiente. Algo que me hizo llorar al recordarla. La sentía tan cerca que podría decir que ella aún estaba allí.

            Los gatos no son como los perros, no echan tanto de menos a sus dueños. Creo que piensan que los humanos son como ellos, que un día, sin saber los motivos, se van y nunca más regresan. Eso es lo que Minino pensó que su dueña se había ido y que jamás volvería.

            Sobre su escritorio había un sobre con mi nombre. Lo abrí y reparé que era su letra. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Tras una serie de agradecimientos, me pedía que me liberase de Pepe y Lola. También me decía que ella había pedido a un amigo suyo que trabajaba de enterrador que a los cinco años abriera su tumba y que sacara su cráneo y me lo entregara si yo lo quería. Me sentí extraño. No sabía que haría cuando llegara ese momento. Sólo tenía una cosa clara, debía dejar a Pepe y Lola descansar en paz. Ahora me surgía otro gran dilema. Cómo desprenderme de mis inseparables compañeros. Hablé con un amigo para pedirle consejo y horrorizado nunca me volvió a llamar. No sé que pensaría, lo bueno es que no me denunció.

            Me tumbé en la cama con Pepe y Lola. Cada uno a un lado e intenté no pensar en nada. Dejé la mente en blanco. Seguro que mañana sería otro día y al despertar seguro sabría lo que debería hacer.

            Abrí los ojos pronto, aún era de noche. Miré el despertador. Eran las seis de la mañana. Procuré conciliar de nuevo el sueño y no pude. Encendí la luz y me encaré con Pepe y Lola. Notaba que me querían decir algo. Eran muy tímidas, aunque sólo era pura apariencia. Así que guardé silencio y esperé. Lola siempre era la voz displicente. La que me hacía más reproches. Nunca dejó de ser mujer, me decía Verónica.

            – Ya sé que estás dubitativo –me soltó Lola –no sabes qué hacer con nosotros, pero nosotros no te queremos hacer perder el tiempo, ni nos enfadamos cuando nos dejas encerradas a veces durante semanas. Nos da igual. Sólo necesitamos que nos tengas presentes y que a ratos nos saques del saco donde nos guardas en el armario –yo escuchaba y cada día me preguntaba si no estaría peor de la cabeza, escuchando a un cráneo que según yo creía me estaba hablando –me estás escuchando.

            – Sí te escucho –grité.

            – Qué bueno, ya era hora. Te decía que sabemos que quieres deshacerte de nosotras, pero por un lado te da pena. Ya son más de veinte años con Pepe y casi doce conmigo. Se podría decir que son muchos años. Lo que sí te pido es que no nos abandones en el campo y menos en un cubo de la basura. Somos parte de tu familia y quienes te hemos escuchado tus desvaríos durante años. Sabemos que eres parco en palabras, que te cuesta hablar de lo que te preocupa y que todo te lo guardas. Nosotros hemos sido durante años, tu paño de lágrimas. Sabemos todo de tu vida, mientras que tú no sabes nada de la nuestra. Nunca te preguntaste cómo éramos físicamente. Dónde vivíamos. Quiénes éramos. A qué nos dedicábamos. Ya sé que somos dos calaveras, que ya no somos nada para el resto de los mortales, pero un día fuimos seres de carne y hueso, como tú. Me hubiera gustado contarte nuestras historias, pero sé que nunca tuviste tiempo. Así que, Pepe y yo, sí nos hemos contado nuestras vidas, con pelos y señales. Si nos hubieras preguntado y nos hubieras escuchado hubieras aprendido mucho de nuestros errores. Pepe es como tú, un soñador, que nunca encontró su lugar en el mundo y que la vida le hizo madurar sin él desearlo. Se podría decir que tienes una vida muy semejante a la suya. Él vivió su vida y tú estás viviendo la tuya. Ya sé, te conozco. Además ambos hemos percibido que ha llegado la hora de separarnos.

            – Dónde os podría dejar –pregunté por preguntar.

            – Muy fácil, habla con tu primo. Él trabaja en el cementerio. Allí al menos estaremos con otros que como nosotros ya nadie los quiere. Somos los apestados, a los que nos condenan al olvido y al silencio de los osarios.

            – Bueno ya veré –contesté

            – A Lola puedes devolverla –señaló Pepe –pero a mí no puedes.

            – ¿Por?

            – Se te olvida que yo soy un regalo de tus padres y ellos ya no están. O sea que te fastidiaste. A ella sí la puedes devolver, más que nada por liante y enfadosa. Además me tiene harto. No deja de hablar ni cuando duerme.

            – Si éramos pocos, habló el desconsolado –apuntó Lola

            – Bueno yo con su permiso me levanto y ustedes si desean pueden quedarse fuera y disfrutar de este bonito sol otoñal que inunda el cuarto.

            Me duché y desayuné. Toqué un poco el bombo, sólo por alegrar a mis desvelados vecinos. No tardaron en aporrear la pared. Salí de casa tras hacer mi pequeña maldad diaria. Cuando ya no somos capaces de hacer ninguna locura es la primera señal de que empezamos a envejecer. Me dirigí a la biblioteca y en el camino no dejé de pensar en Pepe y Lola. Ya era hora de tomar una decisión, para eso es para lo único que sí soy resolutivo. Pasé por la tienda de vinos y compré una botella de champán, chocolate y sobreasada. Decidí que era el momento de hacerles una fiesta de despedida. Dejé que durmieran conmigo y por la mañana los llevé al cementerio. Se los entregué a mi primo y, sin volver la vista, regresé a casa. Al entrar noté cierta paz y tranquilidad. Había recobrado la serenidad. La opresión que sentía en la sien estaba desapareciendo. Ahora me sentía más libre y ésta no fue la única decisión que tomé. Dejé mi trabajo seguro y me di la oportunidad de hacer lo que me diera la gana. Ya nada me detenía. Ya no tenía ningún apego. Recobré la libertad de ser el que no pude ser por no contrariar a mis padres. Ahora respiro el sosiego dentro de esta enloquecida ciudad. Aún me quedan cosas por hacer, pero creo que al fin descubrí lo que quería ser: yo mismo.

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